Renata Durán (Bogotá, 1950) y Alla Samokhina (Moscú, 1964)


Renata Durán (Bogotá, Colombia 1950). Ha publicado los libros  Muñeca rota (1981), Oculta ceremonia, (1985), Sombras sonoras (1986), Poemas escogidos (1993), y El sol apagado (1994). Colaboradora habitual del suplemento literario Lecturas Dominicales del periódico colombiano El Tiempo.



CUENTO DE AGUA

I.
Su-Nú crecía en los jardines de O.
Sus madres la habían acompañado durante un tiempo sonámbulo. Recordaba sus risas suaves cuando ella, con apenas tres años, había tocado la piedra, asombrosa, enorme, sobre la que corría el agua cantando. Esa piedra que escondía diminutos espacios redondos, carnosos, de un verde fresco. Tocar las grietas vegetales de la piedra y tocarse sus labios. Así comprendió.
Días y noches pasaron y Su-Nú conocía cada vez más. Aprendió a distinguirlos sonidos del aire. Descubrió la montaña. Besaba los troncos de los árboles. Alcan¬zaba cada día un sabor escondido. Ácidas gomas. Mieles. Acariciaba la piel arrugada de los árboles. Paseaba su mirada por ese cielo recortado que el árbol dibujaba en el techo del mundo. Era feliz de la sola manera que se lo puede ser: sin saberlo.
Siete noches antes, sus madres se sentaron en círculo. Prepararon el fuego y la llamaron. Ella se detuvo al pie de la hoguera, en el centro. Miraba asombrada su cuerpo. Había estado tan distraída con el agua del río. Habían desfilado en esos mil espejos, ciudades, guerras, juegos de niños, animales fantásticos. Ella había vivido sobre el agua, mirando.
Esa noche descubrió su cuerpo. La sorprendió. Tenía un color desconocido. Cálido. Tocó sus senos. Eran como los lotos en el agua. También temblaban. Aca¬rició su cuerpo recién encontrado. Un áspero vello negro se enredaba entre sus piernas y una hendidura le recordó que seguía para adentro. No había límites en su cuerpo. Todo se devolvía hacia dentro.
Esa noche sus madres cantaron una vieja canción. Ella miraba el fuego. El origen de todo, le habían dicho. Las llamas chisporroteaban en el aire caliente. Miraba fascinada sus piernas abiertas que se prolongaban sobre la arena en dos sombras negras. El suelo dorado. Las diez puntas perfectas de sus dedos apuntando. ¿Hacia dónde? Sabía que al día siguiente, con el alba, comenzaría su viaje. Sabía que esos pies duros que miraba, serían su cotidiano paisaje sobre el mundo. Andar y andar, como los ríos.
Un hilo de líquido caliente rodó por sus piernas. Había llegado la sangre anunciada.
Su-Nú era ahora una mujer que andaría por el mundo.
Sus madres danzaron a su alrededor en anillo cerrado. La sangre creció. Se desbordó. Ella se bañaba en su sangre. Su-Nú reconocía su sangre. Después lloró, durante la última noche.
El agua salina de sus lágrimas limpió su cuerpo y fue a dar a sus pies. Con el alba, el desierto había bebido todo. Sus madres se habían esfumado y Su-Nú se echó a andar por el mundo.
II.
Hacia el Sur, le habían dicho, siempre hacia el Sur. Un día encontrarás un hombre antiguo con una enorme cabeza. Allí quedará tu morada y acabarás tu viaje.
Su-Nú había escuchado hablar de aquel hombre. Era el único habitante de los confines del mundo. Nadie sabía si era, o no, mudo. Algunas gentes decían que se callaba porque cuando hablaba, sus palabras eran pesadas piedras que producían cataclismos. La última vez que él había hablado, la tierra se resquebrajó y hoy había un cráter profundísimo en la mitad del mundo.
Por eso, decían, se calló.
Su-Nú atravesó desiertos. Ascendió la montaña. Anduvo sin reposo por los cuatro caminos. Agotó los distintos territorios del fuego. Nunca se fatigó. Sus pies, a veces, fueron alas.
Un día llegó.
III.
La casa era un larguísimo corredor.
Dos muros paralelos blancos. Erigidos sobre el desierto. No había puertas, ni ventanas, ni techo. Sólo dos largos muros frente a frente señalando un estrecho camino. Su-Nú comenzó a andar entre dos muros. Sentía que ascendía una espiral. Si miraba hacia arriba sólo veía el cielo. Cuando creía que había cerrado el círculo iniciado al entrar, y que estaba de nuevo en el mismo sitio del comienzo, se sorprendía viéndose cada vez más arriba. Vueltas semicerradas. Ascendentes. Círculos abiertos, resueltos en más grandes círculos. Así subía Su-Nú, hacia su destino.
IV.
Tao sentado desde siempre en el letargo, preparaba sus ojos para el encuentro. Dibujaba pájaros en el aire con el movimiento de sus manos desarticuladas de las muñecas. Imaginaba Dioses. Su boca cerrada desde la eternidad, temblaba. En sus ojos sólo cabía el oro quemado del color de Su-Nú. Sus sentidos salían de un antiguo estupor. Diferenció perfumes, algo en la atmósfera. Un sabor. Finísimas agujas. Susurros. Rumores. Musitaciones. Lenguas que imitan el sonido del agua. Labios que hacen burbujas. Millones de dientes que dejan, apenas, atravesar el aire, absorbiéndolo todo hacia un vórtice ignoto.
Su-Nú, exhausta, se acercó a la enorme cabeza milenaria. Besó la piedra, la acarició. Se tendió sobre ella: Hasta entonces ignoraba el deseo.
«Tienes que retenerte –le habían dicho a Tao sus ancestros– no debes derramarte. Por tu sexo circula la savia de la vida. Cada vez que desees a una mujer, retente. Así preservarás el universo. Llévalas al recinto cerrado del éxtasis, succiona su agua y guárdala. Tendrás en tí el origen y el final. Serás el centro.»
Tao, que había obedecido este sagrado mandato a través de los siglos, sintió que el deseo crecía, no podía contenerlo. Océano apretado en una bolsa de aire. La inminencia del caos. Por todos sus resquicios se filtraba el delirio, el convulso combate de sus aguas secretas, marea de equinoccio: el astro desnudo del amor llegó a su plenitud.
Ardió, por fin, el tiempo.
Sintió que una lava remota, profundísima, salía de sus ojos de piedra. La lava seminal. Supo que estallaría.
Con su eterno fluir, el finísimo aceite genital de Su-Nú y la espuma milenaria guardada en la cabeza de piedra de Tao inundaron al mundo.
Así se extendió por la tierra el agua de la vida.



Alla Samokhina (Moscú, 1964). Graduada de la Universidad Estatal de Moscú en geografía. Publicó sus artículos en varias revistas científicas. El interés hacia las culturas antiguas la hizo mudar a Grecia, donde desde 1999 a 2011 participó en la formación del Instituto Pitagórico de la Investigación de los Problemas Filosóficas de inmortalidad (PIFEAA). Desde 2011 reside en Venezuela, Isla de Margarita, estudia los problemas filosóficos de geografía, la intersección de las culturas y la obra literaria.

Traducción por Olga Slyunko.


CAPITÁN TEÓFILOS



El presidente de Gavdos[1] era Teófilos, le pertenecía un barco pequeño llamado “Sofía”, que hacía viajes regulares a la isla. Ese hombre de edad media, un poco gordo, sonrosado y alegre, era la tarjeta de presentación de la isla, su cara al mundo exterior. Era un maestro de la cortesía, y era excepcional en la presencia de las autoridades, invitados y periodistas. Con los isleños fingía una actitud condescendiente, muy pocas veces decía que no a los favores, pero después actuaba como si se le hubiera olvidado la cuestión, y en el caso de volverle a pedir el favor, pronunciaba su frase famosa: “Si usted hubiera venido de inmediato yo habría hecho todo de la mejor manera. Y ahora ¿qué vamos a hacer? Hablamos… después de las Pascuas”. Y otra vez no pasaba nada, porque el solicitante no sabía cuándo iba a suceder aquella Pascua que no dejaba solucionar el problema.
A muchos de los locales no les caía bien Teófilos, pero él tenía algo prometedor, alguna especie de magia, que no dejaba a nadie tener un conflicto con él. Y cuando se iba, como si se hubiera caído la venda de los ojos, todo el mundo empezaba mentarle la madre. En tiempos de la presidencia de Teófilos él no tenía una competencia real. El grado de analfabetismo de los habitantes a nivel nacional era impresionante, ¡sólo imaginen un cartero que no sabía leer o su madre que no sabía cómo girar el disco del teléfono! En ese sentido el ascenso de Teófilos desde un sencillo muchacho del campo hasta un hombre que conocían en los mejores sitios públicos en Atenas era impresionante. Así pasó que Teófilos fue presidente de la isla por 16 años, o sea cuatro plazos. Por arte de magia su presidencia coincidió con el ingreso de Grecia a la Unión Europea, así que la fuente de su prosperidad fue evidente. Gracias a su actividad la isla se contagió de las ideas de los créditos, dotaciones, programas innecesarios y construcciones. Como la gente analfabeta, los isleños creyeron rápido el maná celestial de dinero de la Unión Europea y ampliaron bien su pequeña economía. La fe en las posibilidades de Teófilos crecía, y nadie les explicaba que algún día había que pagar las cuentas. “Teófilos – polla lefta, ligo-ligo siga-siga klepsi-klepsi[2], --suspiraban los locales, pero iban a votar a la sección electoral.
A pesar de todo el carácter práctico de nuestro presidente, había algo extraño en su modo de vivir – el hecho de ser vagabundo y algún grado de desapego a las cosas mundanas. El padre no le dejó una casa, así que en Gavdos, Teofilos vivía en su barco, igual que en Creta. En las ciudades más grandes se hospedaba en los hoteles centrales. Parecía que con su fortuna podría tener una villa y una esposa. Pero no le funcionaba. Tenía muchas relaciones: le gustaban las mujeres, y ellas no le negaban la atención, porque él era un caballero espectacular. Tenía relaciones que duraban por años, restaurantes, charlas, regalos, pero decían que era demasiado exigente. Alguna vez despidiéndose de la pretendiente de turno, él dijo unas palabras extrañas: “Es una lástima, creía que eras una persona de conversar…” La mujer ni siquiera entendió a qué se refería. Según parece muchas de sus relaciones no tenían el carácter amoroso. El mundo interior de Teófilos y sus su alma permanecían en secreto. Cada uno conocía sólo una de sus facetas, una de sus caras. La vanidad externa, sinceridad fingida y prudencia, encajaban de una manera habitual en la imagen del pecador, pero eso no aclaraba para nada el lado opuesto de su naturaleza. En otras palabras era un personaje extraordinario, contradictorio, y muchas veces cómico.
Entre las ventajas indudables de Teófilos, estaba su actitud hacia el mar. Era un capitán admirable. Cuando era su turno en el barco no había duda que el barco iba a viajar, no importa qué viento o tempestad hubiera. Era una combinación exitosa de la suerte, habilidad y valentía. A veces parecía que el mismo mar se abría ante “Sofía”, el viento de repente calmaba su temperamento y el barco solamente volaba en la misma ola.
Después de unos años de la muerte de Teófilos, cuando las pasiones se calmaron poco a poco y su alma seguía pagando las cuentas, logré encantarlo otra vez. Muchas veces pasa eso, que una persona que ya murió, continúa su destino. Las preguntas de la vida no se solucionan con la muerte, de igual manera que la obra no termina con la salida del protagonista del escenario. La solución de la vida de Teófilos como siempre la trajo el viento – en la noche golpeaba mucho en la ventana, no era posible dormir y lo único que quedaba era escuchar sus cuentos.
“El Capitán Teófilos siempre tenía una Mujer. Era tan grande que no cabía en ninguna mujer del mundo. No se podía ver por completo – así era de grande. Y ningún nombre podía contener o expresarla. Era la única, pero no había ninguna posibilidad de mirarla completamente.
Teófilos la cuidaba y resplandecía ante ella, y su inmensa fortuna era para ella. Y todas sus amigas visibles eran sólo facetas de esa única Mujer a quien conocía. Ellas eran reales y cálidas, pero todas eran “no me llena”.
El capitán no tenía casa, porque su Mujer no hubiera cabido en ninguna casa. Y solamente deslizándose por el mar entre Creta y Gavdos, él podía sentir como pasaba la mano por su mejilla. El viento era su respiración, y las olas – arruguitas en su cara. A menudo se enfurruñaba y refunfuñaba, pero nunca hubiera hecho daño a su capitán”.
Teófilos murió en el mar, pero el barco no era suyo, y él mar era diferente – desde el lado opuesto de Creta. ¿De pronto eso fue la razón? Hasta la Mujer más grande tiene un límite.







[1] Gavdos es una pequeña isla de unos 50 habitantes ubicada en el territorio de Grecia en el punto más sureño de Europa.
[2] “Teofilo es un montón de dinero, poco a poco a escondidas lo vamos a robar”.

Renata Durán (Bogotá, 1950) y Alla Samokhina (Moscú, 1964)

Renata Durán (Bogotá, Colombia 1950). Ha publicado los libros   Muñeca rota (1981), Oculta ceremonia , (1985), Sombras sonor...