Alexis
Mattey Balza (Mérida,
Venezuela 1968) Estudios de Administración,
Psicología, Música. Compositor. Dedicado investigador de fenomenología
paranormal. Escritos y publicaciones : Aparte de su discografía que comienza a
la edad de 15 años, escribe en sus tempranos 20s CUENTOS DE LA NOCHE, más adelante tiene la columna EL LADO OSCURO
en un periódico local, que luego pasa a nacional. Actualmente "El ojo de Ninivé", "Historia del Rock en Mérida" "Aprende a tocar guitarra tocando Rock"
"El método del bebé"
(método de aprendizaje de inglés) "El
mensaje que no quieres oír".
LA
BARRANCA
DEDICADO
A MI PADRE: JOSE IGNACIO MATTEI
Y
A LAS MEMORIAS DE: EDMUNDO MATTEI Y ALEXANDER CAMACHO
No tengo muchos recuerdos de mi infancia, no sé si
porque mi memoria los bloqueó o
porque no pasó nada realmente relevante como para
recordarlo.
Solo algún juguete, uno que otro cuento de hadas, la vieja
casona en que viví y sus fantasmas.
Mis padres son hijos únicos y yo fui el primero de sus
hijos, es decir, ni tíos, ni primos ni hermanos por un buen tiempo.
La casa… la casa era un pasillo largo desde la calle
hasta una terraza que daba hacia un barranco, la puerta era prohibida, el
barranco era prohibido.
La gente de la casa trabajaba todo el día y aunque
había una colección de libros grandes con cuentos infantiles, yo no sabía leer,
ni la muchacha que me cuidaba tampoco…
José sentado en el piso le pregunta a Olimpia:
- ¿Olimpia
qué dice aquí?
- Yo no
séeee
- ¿Por
qué no sabe? Si es boba
- Entonces
usté es bobo también
Así que me
conformaba con mirar las pocas gráficas a blanco y negro, duendes, lobos, ogros
devorando niños, espíritus… ¿y cómo sabía yo si era solo yo el que veía lo que
veía, si aparecían también en los libros y nadie me decía lo contrario?
Yo sabía que desde el puente que quedaba encima de la
barranca la gente se lanzaba para matarse, nunca me dejaron ver, tampoco nunca
entendí eso.
Había días en que la barranca se llenaba de neblina y
a mí me gustaba mirar, a veces veía gente herida con la ropa rota y
ensangrentada caminando entre la neblina
y me daba miedo.
Yo les lanzaba bananas para que se fueran, “Tal vez
vienen entre la neblina” pensaba yo, “Como en los libros”, “Menos mal que esos
no suben la barranca” al menos de día…
José comiéndose plácidamente una banana, observa la
barranca y Olimpia se acerca:
- ¿Qué
tanto mira usté’ pa’ ya’ abajo?
- A los
locos
- ¿Cuáles
locos?
- ¡Esos
que andan por ahí todos sucios!
- Yo no
veo nada (asomándose)
- Espérese
un ratico a que baje la neblina pa’ que vea
- Ta’
chiflao’ usté, esos deben ser obreros que se la pasan sucios...
- No,
no son obreros ya va a ver (negó José mientras movía la cabeza)
Pero una noche, mientras dormía en el mismo cuarto con
Felicia (Feli) una ahijada de mi abuela que vivía en casa porque estudiaba en
la Universidad; tarde, muy tarde me despertó un llanto, más que un llanto era
un lamento, le acompañaban más voces gritando agónica y desesperadamente. Al
parecer nadie más lo oía porque nadie se asomaba ni hacía nada.
Me levante y comencé a llamar a Felicia: “Feliii,
Feeeeli despiértese oiga eso” le decía yo en susurro, pero ni se movía,
murmuraba algo y seguía durmiendo.
Entonces lo que venía a mi cabeza era irme al cuarto
de mis abuelos, allí habían imagines de Santos y cruces, eso ahuyentaba las
cosas malas, al menos en las películas de Boris Karloff.
Pero ese día cuando salí al pasillo y miré hasta el
fondo, estaba una mujer, suspendida en el aire y con un vestido de novia sucio
y roto, como si hubiera corrido por el barrial de la barranca, el cabello era
largo y desordenado y le cubría la cara, tenía las manos sucias y goteaban
sangre. Avanzaba por el pasillo sin mover los pies, sin tocar el suelo
suavecito y rápido.
Yo traté de llegar al cuarto de mis abuelos antes que
ella, pues estábamos cada uno en los extremos opuestos del pasillo y el cuarto
justo en medio. Cuando llegué (afortunadamente antes que ella) vi los velones
iluminando la imagen de Jesús ensangrentado en la cruz, eso tampoco me
reconfortaba mucho pero si la gente grande decía que era bueno, yo tenía que
creer. Una vez se me ocurrió que él podría ser alguno de los ensangrentados que
yo veía entre la niebla y tal vez a la distancia yo no le reconocía… entonces
dejé de lanzarles bananas...
Esa fue la primera de muchas noches que la vi, siempre
me daba miedo...
Un Domingo me levanté muy temprano, todavía no habían
comenzado a funcionar los canales de televisión a esa hora (para esos días
habían solo dos canales en blanco y negro que trabajaban de 8:00am a 12:00pm o
algo así). No se veía nada más que los puntitos en blanco y negro y el
característico ruido… me quedé mirando la pantalla esperando que comenzara “la transmisión del
día” como decían los entendidos, con el Himno Nacional pero yo esperaba con
ansia para ver “Alegre despertar” (caricaturas), en ese momento vi algo que me
heló la sangre, unos segundos de pesadilla que marcaron mi vida hasta el día de
hoy…
La mujer, la de la ropa rota y manos ensangrentadas
esta vez apareció en medio de la pantalla, moviendo la cabeza de un lado a otro
como diciendo “no”, lo hacía constante y rápidamente a tal velocidad que ningún
ser humano hubiera podido mover la cabeza a tal velocidad.
Me quedé sin aire, sin llanto, con la boca abierta
para gritar pero sin voz, ella también abrió la boca como remedándome.
Poco después, mi gata Pepita amaneció sin cabeza,
después vi a la mujer parada en el techo de la casa con la cabeza de Pepita en
la mano… peor aún, poco después vi a mi gata caminar por el orillo de la
ventana de mi habitación; me alegraba verla, pero cuando me acordaba que estaba
muerta me ponía a llorar porque ver a Pepita, solo anunciaba que esa mujer
estaba por salir.
Una vez tuve la imperiosa necesidad de ir al baño en
la madrugada, todavía recuerdo la sensación de mi pijama de algodón (que me
quedaba chica) y caminar en calcetines
por el piso helado de las frías madrugadas de mi pueblo, a oscuras, con el corazón
en la boca y lágrimas en los ojos (estoy seguro de que mis padres nunca
entendieron lo torturante y traumático que fue aquello).
Ráfagas de aire helado cruzaban por delante y detrás
de mí. Por fin parado frente al toilette a oscuras (por mi estatura no
alcanzaba el interruptor de la luz) percibí que la mujer estaba allí, se oía a
lo lejos un hombre llorando y una mujer como aguantando una risa demente, se
fue acercando lentamente a mi espalda... ¡el baño era tan pequeño! El corazón
se me salía por la boca, sabía que se acercaba porque su cuerpo emitía el
sonido como de un panal de abejas y veía un poco su reflejo por un espejito que
estaba sobre la toilette... Cuando ya estaba sobre mí, una ráfaga helada
atravesó mi cuerpo, lo que sentí en ese momento debe ser lo que siente la gente
al morir, no pude contener un grito largo que despertó a todos y luego me
desmaye. Me castigaron, no me creyeron y más nunca me dejaron ver películas de
Boris Karloff. Tampoco quise más nunca levantarme en la noche para ir al baño.
Me orinaba en la cama, me regañaban me castigaban. Mi madre me decía: “Usté’
tan viejo, no dale’ vergüenza” y no entendía por qué me decía “viejo” me sentía
mal…
Me imaginaba a mí mismo como la gente que caminaba
entre la niebla, sin ojos, con el cuello quebrado, con aquella expresión de
dolor…
Entonces me paraba a orinar aterrorizado aun oyendo el
llanto de la mujer, que se detenía solo para que comenzara el mío…Orinaba entre
las matas del patio frente a la puerta de mi cuarto tratando de no mirar a la
terraza, no soportaba mirar, solo lloraba y orinaba de frio…de miedo…
Mientras cenan los padres de José comentan:
- Betty,
yo no sé pero lo de Joselito me está comenzando a preocupar, ese muchacho está
muy pequeño para inventar tanto.
- Pa’
mí que eso es esas películas que él se pone a ver de noche que le dan
pesadillas.
- Sí,
yo también pensé eso, pero lo que él cuenta es mucho más fuerte que lo que
aparece en esas películas, y no creo que lo haga nada más por llamar la
atención, yo lo veo muy nervioso.
- ¿Habrá
que llevarlo con un psicólogo?
- A lo
mejor.
José niño está dormido en el piso, de día, entre
algunos juguetes y una dama que está de visita en la casa lo observa en el
momento que se despierta:
- Joseito
que dormilón eres, ¡mira donde te quedaste dormido chico!
- Es
que yo no duermo mucho.
- Pero
los niños deben dormir bastante para recuperar energías.
- Es
que aquí de noche sale una señora que me asusta.
- A ver
¿Cómo es eso? ¿Tú le has contado eso a tu mama? Cuéntame a mí.
- Sí le
he dicho pero no me cree, ella dice que es porque yo veo las películas de
Brácula
- Ja,
ja, ja ¿Las películas de quién de B R Á C U L A? Ja, ja, ja
- ¿Vio?
Uste’ tampoco me cree, ¡Pa’ que le cuento nada!
- Brácula
ja, ja, ja
José recoge un oso de peluche se monta en su triciclo
y se va frustrado.
El psicólogo habla a los padres de José en su
consultorio:
- Este tipo de cosas no son fáciles de manejar, pero
independientemente de lo que José ve, exista o no, le está causando un gran
daño psicológico y está perturbándole el sueño lo que es terrible. Yo le
recomendaría que le presten atención cuando él diga ver u oír algo, pero
principalmente, debe alejarse de la casa para que recupere el sueño porque se está
debilitando mucho y eso aparte del stress que a esa edad no es nada común, le
puede afectar su salud física también.
José
adulto camina por la cocina entre escombros, voltea hacia la ventana y
recuerda:
Estaba Olimpia lavando trastes en la batea que era el
lavaplatos de antaño. El sonido del choque del jarro de peltre con la olla
vieja y el chorro de agua encima eran el fondo de las preguntas triviales de
niño que le hacía a Olimpia desde mi triciclo, de las cuales la mayoría nunca
eran contestadas, pero de repente, por la ventana ubicada sobre la batea que
daba hacia el patio que quedaba en un desnivel profundo, se iba levantando en
el aire la imagen de aquel espectro, llevaba en su mano izquierda, agarrado por
el cuello de la camisa, el maltratado cuerpo de un hombre joven, el cual más
temprano ese día, le había visto caminando nerviosamente de un lado al otro del
puente sobre la barranca, más tarde, Olimpia gritaba alarmada: “Se tiró alguien
del puente Dios mío, ¡Joseito vaya pa’ dentro no vea eso!”
José niño observa a su abuela prendiendo una vela en
el altar de su habitación:
- Abuela
Flor, ¿Usté me puede regalar una vela?
- ¿Qué
va a hacer usté con una vela papa?, va y se quema.
- Pa’
poner en mi cuarto.
- ¿Y
por qué quiere usté’ poner una vela en su cuarto?
- Pa’
que la mujer esa que sale de noche no me moleste más.
(La abuela voltea y lo mira a los ojos con una sonrisa
disfrutando de la inocencia de José)
- Venga acá
(mientras arrimaba una silla para que José
alcance
el altar), vamos a prenderle aquí una vela usté y
yo al niño Jesus pa’ que lo proteja ¿Sí?
José ojeroso, sonríe esperanzado y procede con su
abuela a encender la vela.
Así pasaron los años y yo mismo me convertí en un
fantasma, o por lo menos eso parecía, no dormía, no comía ni bebía para no ir
al baño hasta que por fin decidieron llevarme a la capital, pero poco antes del
día de mi partida, la vi, entonces la enfrenté “Ya no me importa que este allí
porque me voy” le grité... y movió la cabeza de un lado a otro en señal de
negación mientras hacía unas señas con los dedos extremadamente temblorosos,
pero no la mano en sí, era como ver una imagen borrosa en la televisión que en
momentos se llega a ver doble… Me fui, hice mis estudios y terminé en la
capital, pasé años tratando de descifrar aquellas señas y tratando de discernir
si aquello que yo vi fue fruto de la imaginación de un niño o un verdadero
encuentro con otro plano de existencia...
Estudié este tipo de fenómenos por años y concluyo que
fue lo que se conoce como un alma en pena, un espíritu torturado, un ánima...
por eso hoy día, a mis 37 años volví a la vieja casona donde viví mis primeros
años de vida, y aquí estoy… mirando la barranca invadida por la neblina desde
la terraza que ahora me parece tan pequeña, y vine hoy porque logré con mucho
esfuerzo descifrar aquellas señas, eran una fecha: día, mes y año…hoy y quise
enfrentar y entender por q…
-En ese momento, violenta y repentinamente, de entre
la neblina, con la velocidad que un ave de rapiña atrapa un ratoncillo, unas
manos huesudas surgen de la niebla y atrapan a José por el cuello arrastrándolo
hacia el vacío envuelto en un vestido de mujer sucio y harapiento mientras iba
perdiendo la consciencia y observaba cómo su terraza se alejaba en lo alto…
Tal vez en ese momento pudo entender por qué la
gente se “lanzaba” desde el puente y
quiénes eran aquellos que caminaban en la niebla...pues al poco... era uno de ellos…
NOTA DEL AUTOR:
BASADO EN LOS CASOS DE LA VIDA REAL DE: ALEXIS MATTEY,
EDUARDO CENTENO (Q.E.P.D.), ALEXANDER CAMACHO (Q.E.P.D.)
Anna
Kozhurina (Moscú,
1975) En 1998 se graduó
de la Academia del Servicios Públicos y Construcción de Moscú. En 2015 - de la
Academia Estatal de las Humanidades de Rusia especializada en la historia del
arte de Europa Occidental e historia del arte ruso. Trabaja de directora de ventas.
Miembro del círculo literario “Belkin” anexo al Instituto Literario Gorky.
Traducción al castellano Olga Slyunko
VOLAR
Me desperté por un dolor sordo en las patas y alas. Me
acordé del paseo despreocupado por el nuevo pasto en los rayos del sol
caliente, como después algo pesado me aplastó atrás, como mis hermanos se
remontaron al cielo pegados haciendo ruido. El gato gruñía con rabia, me rompía
y aplastaba con su peso, me clavaba con sus garras y al fin me tiró lejos,
habiendo saciado su interés de jugador. No podía volar, sólo podía arrastrarme
despacio, mientras el sol empezó a calentar desesperadamente. Aguanté hasta el
arbusto sofocándome, me achique y ya todo me daba igual, lo importante era irse
a la oscuridad lo más pronto posible, hundirse, chorrear, confluir con el
silencio y nunca más pelear contra nada. Pero no me funcionó, volví a
despertar. Había pajaritos humanos alrededor, arrullaban algo. Algunos como
naranjas, otros azulados, uno con luminiscencia dorada. El naranja se acercó
veloz, me pateó, retrocedió. Los otros se pusieron a hablar, entonces el Dorado extendió sus alas, cerró
el paso a los demás. Hizo unos pasos suaves por el pasto, se bajó y alargó sus
alas pequeñas rosadas hacia mí. Empezó a sentirse calor materno, olió a
galletas. Él toco mi cabeza con ternura, volvió la cabeza de un lado hacia el
otro como algunos de mis hermanos, aleteó a otros pajarillos y empezó a
arrullar en voz alta. Se acercaron todos, empezaron a hacer ruido. El Dorado
tiró al piso parte de su plumaje delante de mí, me movió a una superficie
blanca con ternura y se levantó cargándome. Tendría que asustarme, pero no
tenía fuerzas para eso. Los pajarillos corrían al lado, chillaban, miraban…
Después la banda se quedó atrás, y el Dorado me entró con cuidado, echando
miradas preocupadas. Pasamos la casa fría y oscura, los espacios encerrados y
nos encontramos en un lugar claro y bueno, donde me colocó en el piso y me
dejó. Ahí fue cuando le di tregua a la vida, me adormecí. Cuando me desperté él
estaba al frente mío, como una paloma de verdad, miraba con atención. Yo ya
tenía al lado una tapita con agua, me acercó en su ala las semillas. ¡Y recordé
esa ala! En invierno siempre se metía en la ventanita con las migas salvadoras
y granos. Al principio teníamos miedo, pero el hambre nos reconcilió con el
peligro. Llegábamos volando a esa ala y los más valientes picaban de ahí. Sólo
que estaba resbaloso, porque nos deslizábamos aruñando el borde de la ventana.
Después el pajarillo lo arregló todo: hizo algo para que no nos deslizáramos.
Todo el invierno nos reuníamos en su casa, sólo necesitaba abrir la ventana. Y
después nos olvidamos de él.
El Dorado tocó suavemente con algo fresco mi pata. Yo
la quité rápidamente, me quemaba. Él cabeceó, habló algo en su lengua en voz
baja, y ahí lamenté que no entendía nada. Y después me dormí otra vez. Pasaban
días, me acostumbré a mi destino. El Dorado traía diferentes comidas, miraba
qué me gustaba más, sonreía, limpiaba, me frotaba las heridas y refunfuñaba en
su idioma. Me hizo un nido en un lugar más frío y abierto, al lado de la
primera habitación. Ya me empezaba a olvidar de la palomera, de los compadres y
los vuelos. Volaba sólo en el sueño. Incluso me daba miedo mover las alas, ni
pensarlo, hasta que el Dorado, balbuceando habitualmente, me arrastró a la
calle. Otra vez nos rodeó una banda de los pajarillos humanos. Hacían ruido,
agitaban las alas. Primero paseaba sentado encima de él y después caminaba con
cuidado por el suelo fresco. En uno de los paseos el Dorado extendió sus alas
ridículas y dijo algo balanceando. Pregunté: ¿volar? Y él respondió: ¡volar!
¿Cómo lo logró? Hasta ese momento no entendía nada de sus palabras. Él se puso
a deslizar por la tierra, corrió. ¿Acaso va a despegar? El Dorado se paró y
miró hacia mí. Dijo otra vez indicando a mis alas: ¡volar! Yo también tomé
carrerilla un poco, agité las alas, pero esas se doblaron de alguna manera, en
general no logré hacer nada. Pero el Dorado era testarudo. Cada paseo me
contaba algo, mostraba, desplegaba sus alas, corría alrededor, a veces hasta me
lanzaba hacia arriba con cuidado. Las alas dolían cada vez menos, y empecé a
subir al cielo. Siempre me volteaba y le gritaba: ¡Dale, vente también aquí!
Pero el Dorado sólo batía sus alas ineptas y lucía desde la tierra, dando
vueltas por el pastizal con alegría. ¿Pero quién me va a decir que no volaba?
Volaba, pero por tierra. Mis hermanos lo miraban desde el techo y se
asombraban. Algunos dudaban de nuestra idea. Escuché sus bromitas: mira, el
nuestro se volvió de circo, ¡divirtiendo a ese humano! Hasta los grises
azulados se reían un poco, aunque nosotros nunca los considerábamos palomas de
verdad. Empezó a hacer mucho calor, y esperaba con impaciencia a nuestros
paseos. Nadie me podía prohibir a volar desde la casa, pero igual todavía no lo
hacía. Aunque volara muy alto en la calle, igual siempre aterrizaba al hombro
de mi amigo. Un día el Dorado dijo: necesitas ir donde tu gente, a la casa. Lo
entendí todo, todas sus palabras, y me puse a dejarlo cada vez más, y regresaba
menos. Tenía que estar con los del cielo, y estaba. Un día recordé que hace
rato no había visitado a mi amigo, ¡y me pasaron tantas cosas nuevas! Planeaba
entre las casas y no lo encontraba. Todas las casas eran parecidas. Y miles de
ventanas me miraban esperando algo. Me acercaba a uno y a otro, pero en ningún
lado se veía la luminosidad. Rezaba que me diera una señal, pero no había nada.
Me agitaba entre esas piedras asustado, y el Dorado me vio, me aleteó. Como si
hubiera brillado un rayito, y me lancé hacia él. Me senté al frente y me
miraba, brillando con gotas de alegría. Vi sus ojos encenderse, sus alas
moviéndose, se arrugó por el sol y dijo:
- Es una lástima que no puedo volar contigo en el
cielo. Me vas a hacer falta.
- Puedo quedarme.
- No, tú tienes que volar, amiguito. ¡Tienes que
Volar!
Y yo vuelo.
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