Alexis Mattey Balza (Mérida, Venezuela 1968) y Anna Kozhurina (Moscú, 1975)

Alexis Mattey Balza  (Mérida, Venezuela 1968) Estudios de Administración, Psicología, Música. Compositor. Dedicado investigador de fenomenología paranormal. Escritos y publicaciones : Aparte de su discografía que comienza a la edad de 15 años, escribe en sus tempranos 20s CUENTOS DE LA NOCHE, más adelante tiene la columna EL LADO OSCURO en un periódico local, que luego pasa a nacional. Actualmente "El ojo de Ninivé", "Historia del Rock en Mérida" "Aprende a tocar guitarra tocando Rock" "El método del bebé" (método de aprendizaje de inglés) "El mensaje que no quieres oír".


LA BARRANCA

DEDICADO A MI PADRE: JOSE IGNACIO MATTEI
Y A LAS MEMORIAS DE: EDMUNDO MATTEI Y ALEXANDER CAMACHO


No tengo muchos recuerdos de mi infancia, no sé si porque mi memoria los bloqueó o
porque no pasó nada realmente relevante como para recordarlo.
Solo algún juguete, uno que otro cuento de hadas, la vieja casona en que viví y sus fantasmas.
Mis padres son hijos únicos y yo fui el primero de sus hijos, es decir, ni tíos, ni primos ni hermanos por un buen tiempo.
La casa… la casa era un pasillo largo desde la calle hasta una terraza que daba hacia un barranco, la puerta era prohibida, el barranco era prohibido.
La gente de la casa trabajaba todo el día y aunque había una colección de libros grandes con cuentos infantiles, yo no sabía leer, ni la muchacha que me cuidaba tampoco…
José sentado en el piso le pregunta a Olimpia:
-           ¿Olimpia qué dice aquí?
-           Yo no séeee
-           ¿Por qué no sabe? Si es boba
-           Entonces usté es bobo también
 Así que me conformaba con mirar las pocas gráficas a blanco y negro, duendes, lobos, ogros devorando niños, espíritus… ¿y cómo sabía yo si era solo yo el que veía lo que veía, si aparecían también en los libros y nadie me decía lo contrario?
Yo sabía que desde el puente que quedaba encima de la barranca la gente se lanzaba para matarse, nunca me dejaron ver, tampoco nunca entendí eso.
Había días en que la barranca se llenaba de neblina y a mí me gustaba mirar, a veces veía gente herida con la ropa rota y ensangrentada caminando entre la neblina  y me daba miedo.
Yo les lanzaba bananas para que se fueran, “Tal vez vienen entre la neblina” pensaba yo, “Como en los libros”, “Menos mal que esos no suben la barranca”  al menos de día…
José comiéndose plácidamente una banana, observa la barranca y Olimpia se acerca:
-           ¿Qué tanto mira usté’ pa’ ya’ abajo?
-           A los locos
-           ¿Cuáles locos?
-           ¡Esos que andan por ahí todos sucios!
-           Yo no veo nada (asomándose)
-           Espérese un ratico a que baje la neblina pa’ que vea
-           Ta’ chiflao’ usté, esos deben ser obreros que se la pasan sucios...
-           No, no son obreros ya va a ver (negó José mientras movía la cabeza)
Pero una noche, mientras dormía en el mismo cuarto con Felicia (Feli) una ahijada de mi abuela que vivía en casa porque estudiaba en la Universidad; tarde, muy tarde me despertó un llanto, más que un llanto era un lamento, le acompañaban más voces gritando agónica y desesperadamente. Al parecer nadie más lo oía porque nadie se asomaba ni hacía nada.
Me levante y comencé a llamar a Felicia: “Feliii, Feeeeli despiértese oiga eso” le decía yo en susurro, pero ni se movía, murmuraba algo y seguía durmiendo.
Entonces lo que venía a mi cabeza era irme al cuarto de mis abuelos, allí habían imagines de Santos y cruces, eso ahuyentaba las cosas malas, al menos en las películas de Boris Karloff.
Pero ese día cuando salí al pasillo y miré hasta el fondo, estaba una mujer, suspendida en el aire y con un vestido de novia sucio y roto, como si hubiera corrido por el barrial de la barranca, el cabello era largo y desordenado y le cubría la cara, tenía las manos sucias y goteaban sangre. Avanzaba por el pasillo sin mover los pies, sin tocar el suelo suavecito y rápido.
Yo traté de llegar al cuarto de mis abuelos antes que ella, pues estábamos cada uno en los extremos opuestos del pasillo y el cuarto justo en medio. Cuando llegué (afortunadamente antes que ella) vi los velones iluminando la imagen de Jesús ensangrentado en la cruz, eso tampoco me reconfortaba mucho pero si la gente grande decía que era bueno, yo tenía que creer. Una vez se me ocurrió que él podría ser alguno de los ensangrentados que yo veía entre la niebla y tal vez a la distancia yo no le reconocía… entonces dejé de lanzarles bananas...
Esa fue la primera de muchas noches que la vi, siempre me daba miedo...
Un Domingo me levanté muy temprano, todavía no habían comenzado a funcionar los canales de televisión a esa hora (para esos días habían solo dos canales en blanco y negro que trabajaban de 8:00am a 12:00pm o algo así). No se veía nada más que los puntitos en blanco y negro y el característico ruido… me quedé mirando la pantalla  esperando que comenzara “la transmisión del día” como decían los entendidos, con el Himno Nacional pero yo esperaba con ansia para ver “Alegre despertar” (caricaturas), en ese momento vi algo que me heló la sangre, unos segundos de pesadilla que marcaron mi vida hasta el día de hoy…
La mujer, la de la ropa rota y manos ensangrentadas esta vez apareció en medio de la pantalla, moviendo la cabeza de un lado a otro como diciendo “no”, lo hacía constante y rápidamente a tal velocidad que ningún ser humano hubiera podido mover la cabeza a tal velocidad.
Me quedé sin aire, sin llanto, con la boca abierta para gritar pero sin voz, ella también abrió la boca como remedándome.
Poco después, mi gata Pepita amaneció sin cabeza, después vi a la mujer parada en el techo de la casa con la cabeza de Pepita en la mano… peor aún, poco después vi a mi gata caminar por el orillo de la ventana de mi habitación; me alegraba verla, pero cuando me acordaba que estaba muerta me ponía a llorar porque ver a Pepita, solo anunciaba que esa mujer estaba por salir.
Una vez tuve la imperiosa necesidad de ir al baño en la madrugada, todavía recuerdo la sensación de mi pijama de algodón (que me quedaba chica)  y caminar en calcetines por el piso helado de las frías madrugadas de mi pueblo, a oscuras, con el corazón en la boca y lágrimas en los ojos (estoy seguro de que mis padres nunca entendieron lo torturante y traumático que fue aquello).
Ráfagas de aire helado cruzaban por delante y detrás de mí. Por fin parado frente al toilette a oscuras (por mi estatura no alcanzaba el interruptor de la luz) percibí que la mujer estaba allí, se oía a lo lejos un hombre llorando y una mujer como aguantando una risa demente, se fue acercando lentamente a mi espalda... ¡el baño era tan pequeño! El corazón se me salía por la boca, sabía que se acercaba porque su cuerpo emitía el sonido como de un panal de abejas y veía un poco su reflejo por un espejito que estaba sobre la toilette... Cuando ya estaba sobre mí, una ráfaga helada atravesó mi cuerpo, lo que sentí en ese momento debe ser lo que siente la gente al morir, no pude contener un grito largo que despertó a todos y luego me desmaye. Me castigaron, no me creyeron y más nunca me dejaron ver películas de Boris Karloff. Tampoco quise más nunca levantarme en la noche para ir al baño. Me orinaba en la cama, me regañaban me castigaban. Mi madre me decía: “Usté’ tan viejo, no dale’ vergüenza” y no entendía por qué me decía “viejo” me sentía mal…
Me imaginaba a mí mismo como la gente que caminaba entre la niebla, sin ojos, con el cuello quebrado, con aquella expresión de dolor…
Entonces me paraba a orinar aterrorizado aun oyendo el llanto de la mujer, que se detenía solo para que comenzara el mío…Orinaba entre las matas del patio frente a la puerta de mi cuarto tratando de no mirar a la terraza, no soportaba mirar, solo lloraba y orinaba de frio…de miedo…
Mientras cenan los padres de José comentan:
-           Betty, yo no sé pero lo de Joselito me está comenzando a preocupar, ese muchacho está muy pequeño para inventar tanto.
-           Pa’ mí que eso es esas películas que él se pone a ver de noche que le dan pesadillas.
-           Sí, yo también pensé eso, pero lo que él cuenta es mucho más fuerte que lo que aparece en esas películas, y no creo que lo haga nada más por llamar la atención, yo lo veo muy nervioso.
-           ¿Habrá que llevarlo con un psicólogo?
-           A lo mejor.
José niño está dormido en el piso, de día, entre algunos juguetes y una dama que está de visita en la casa lo observa en el momento que se despierta:
-           Joseito que dormilón eres, ¡mira donde te quedaste dormido chico!
-           Es que yo no duermo mucho.
-           Pero los niños deben dormir bastante para recuperar energías.
-           Es que aquí de noche sale una señora que me asusta.
-           A ver ¿Cómo es eso? ¿Tú le has contado eso a tu mama? Cuéntame a mí.
-           Sí le he dicho pero no me cree, ella dice que es porque yo veo las películas de Brácula
-           Ja, ja, ja ¿Las películas de quién de B R Á C U L A? Ja, ja, ja
-           ¿Vio? Uste’ tampoco me cree, ¡Pa’ que le cuento nada!
-           Brácula ja, ja, ja
José recoge un oso de peluche se monta en su triciclo y se va frustrado.
El psicólogo habla a los padres de José en su consultorio:
- Este tipo de cosas no son fáciles de manejar, pero independientemente de lo que José ve, exista o no, le está causando un gran daño psicológico y está perturbándole el sueño lo que es terrible. Yo le recomendaría que le presten atención cuando él diga ver u oír algo, pero principalmente, debe alejarse de la casa para que recupere el sueño porque se está debilitando mucho y eso aparte del stress que a esa edad no es nada común, le puede afectar su salud física también.
            José adulto camina por la cocina entre escombros, voltea hacia la ventana y recuerda:
Estaba Olimpia lavando trastes en la batea que era el lavaplatos de antaño. El sonido del choque del jarro de peltre con la olla vieja y el chorro de agua encima eran el fondo de las preguntas triviales de niño que le hacía a Olimpia desde mi triciclo, de las cuales la mayoría nunca eran contestadas, pero de repente, por la ventana ubicada sobre la batea que daba hacia el patio que quedaba en un desnivel profundo, se iba levantando en el aire la imagen de aquel espectro, llevaba en su mano izquierda, agarrado por el cuello de la camisa, el maltratado cuerpo de un hombre joven, el cual más temprano ese día, le había visto caminando nerviosamente de un lado al otro del puente sobre la barranca, más tarde, Olimpia gritaba alarmada: “Se tiró alguien del puente Dios mío, ¡Joseito vaya pa’ dentro no vea eso!”
José niño observa a su abuela prendiendo una vela en el altar de su habitación:
-           Abuela Flor, ¿Usté me puede regalar una vela?
-           ¿Qué va a hacer usté con una vela papa?, va y se quema.
-           Pa’ poner en mi cuarto.
-           ¿Y por qué quiere usté’ poner una vela en su cuarto?
-           Pa’ que la mujer esa que sale de noche no me moleste más.
(La abuela voltea y lo mira a los ojos con una sonrisa disfrutando de la inocencia de José)
-      Venga acá (mientras arrimaba una silla para que José            
        alcance el altar), vamos a prenderle aquí una vela usté y
        yo al niño Jesus pa’ que lo proteja ¿Sí?
José ojeroso, sonríe esperanzado y procede con su abuela a encender la vela.
Así pasaron los años y yo mismo me convertí en un fantasma, o por lo menos eso parecía, no dormía, no comía ni bebía para no ir al baño hasta que por fin decidieron llevarme a la capital, pero poco antes del día de mi partida, la vi, entonces la enfrenté “Ya no me importa que este allí porque me voy” le grité... y movió la cabeza de un lado a otro en señal de negación mientras hacía unas señas con los dedos extremadamente temblorosos, pero no la mano en sí, era como ver una imagen borrosa en la televisión que en momentos se llega a ver doble… Me fui, hice mis estudios y terminé en la capital, pasé años tratando de descifrar aquellas señas y tratando de discernir si aquello que yo vi fue fruto de la imaginación de un niño o un verdadero encuentro con otro plano de existencia...
Estudié este tipo de fenómenos por años y concluyo que fue lo que se conoce como un alma en pena, un espíritu torturado, un ánima... por eso hoy día, a mis 37 años volví a la vieja casona donde viví mis primeros años de vida, y aquí estoy… mirando la barranca invadida por la neblina desde la terraza que ahora me parece tan pequeña, y vine hoy porque logré con mucho esfuerzo descifrar aquellas señas, eran una fecha: día, mes y año…hoy y quise enfrentar y entender por q…
-En ese momento, violenta y repentinamente, de entre la neblina, con la velocidad que un ave de rapiña atrapa un ratoncillo, unas manos huesudas surgen de la niebla y atrapan a José por el cuello arrastrándolo hacia el vacío envuelto en un vestido de mujer sucio y harapiento mientras iba perdiendo la consciencia y observaba cómo su terraza se alejaba en lo alto…
Tal vez en ese momento pudo entender por qué la gente  se “lanzaba” desde el puente y quiénes eran aquellos que caminaban en la niebla...pues al poco... era uno de ellos…

NOTA DEL AUTOR:
BASADO EN LOS CASOS DE LA VIDA REAL DE: ALEXIS MATTEY, EDUARDO CENTENO (Q.E.P.D.), ALEXANDER CAMACHO (Q.E.P.D.)



Anna Kozhurina (Moscú, 1975) En 1998 se graduó de la Academia del Servicios Públicos y Construcción de Moscú. En 2015 - de la Academia Estatal de las Humanidades de Rusia especializada en la historia del arte de Europa Occidental e historia del arte ruso. Trabaja de directora de ventas. Miembro del círculo literario “Belkin” anexo al Instituto Literario Gorky.

Traducción al castellano Olga Slyunko

VOLAR

Me desperté por un dolor sordo en las patas y alas. Me acordé del paseo despreocupado por el nuevo pasto en los rayos del sol caliente, como después algo pesado me aplastó atrás, como mis hermanos se remontaron al cielo pegados haciendo ruido. El gato gruñía con rabia, me rompía y aplastaba con su peso, me clavaba con sus garras y al fin me tiró lejos, habiendo saciado su interés de jugador. No podía volar, sólo podía arrastrarme despacio, mientras el sol empezó a calentar desesperadamente. Aguanté hasta el arbusto sofocándome, me achique y ya todo me daba igual, lo importante era irse a la oscuridad lo más pronto posible, hundirse, chorrear, confluir con el silencio y nunca más pelear contra nada. Pero no me funcionó, volví a despertar. Había pajaritos humanos alrededor, arrullaban algo. Algunos como naranjas, otros azulados, uno con luminiscencia dorada. El naranja se acercó veloz, me pateó, retrocedió. Los otros se pusieron a hablar,  entonces el Dorado extendió sus alas, cerró el paso a los demás. Hizo unos pasos suaves por el pasto, se bajó y alargó sus alas pequeñas rosadas hacia mí. Empezó a sentirse calor materno, olió a galletas. Él toco mi cabeza con ternura, volvió la cabeza de un lado hacia el otro como algunos de mis hermanos, aleteó a otros pajarillos y empezó a arrullar en voz alta. Se acercaron todos, empezaron a hacer ruido. El Dorado tiró al piso parte de su plumaje delante de mí, me movió a una superficie blanca con ternura y se levantó cargándome. Tendría que asustarme, pero no tenía fuerzas para eso. Los pajarillos corrían al lado, chillaban, miraban… Después la banda se quedó atrás, y el Dorado me entró con cuidado, echando miradas preocupadas. Pasamos la casa fría y oscura, los espacios encerrados y nos encontramos en un lugar claro y bueno, donde me colocó en el piso y me dejó. Ahí fue cuando le di tregua a la vida, me adormecí. Cuando me desperté él estaba al frente mío, como una paloma de verdad, miraba con atención. Yo ya tenía al lado una tapita con agua, me acercó en su ala las semillas. ¡Y recordé esa ala! En invierno siempre se metía en la ventanita con las migas salvadoras y granos. Al principio teníamos miedo, pero el hambre nos reconcilió con el peligro. Llegábamos volando a esa ala y los más valientes picaban de ahí. Sólo que estaba resbaloso, porque nos deslizábamos aruñando el borde de la ventana. Después el pajarillo lo arregló todo: hizo algo para que no nos deslizáramos. Todo el invierno nos reuníamos en su casa, sólo necesitaba abrir la ventana. Y después nos olvidamos de él.
El Dorado tocó suavemente con algo fresco mi pata. Yo la quité rápidamente, me quemaba. Él cabeceó, habló algo en su lengua en voz baja, y ahí lamenté que no entendía nada. Y después me dormí otra vez. Pasaban días, me acostumbré a mi destino. El Dorado traía diferentes comidas, miraba qué me gustaba más, sonreía, limpiaba, me frotaba las heridas y refunfuñaba en su idioma. Me hizo un nido en un lugar más frío y abierto, al lado de la primera habitación. Ya me empezaba a olvidar de la palomera, de los compadres y los vuelos. Volaba sólo en el sueño. Incluso me daba miedo mover las alas, ni pensarlo, hasta que el Dorado, balbuceando habitualmente, me arrastró a la calle. Otra vez nos rodeó una banda de los pajarillos humanos. Hacían ruido, agitaban las alas. Primero paseaba sentado encima de él y después caminaba con cuidado por el suelo fresco. En uno de los paseos el Dorado extendió sus alas ridículas y dijo algo balanceando. Pregunté: ¿volar? Y él respondió: ¡volar! ¿Cómo lo logró? Hasta ese momento no entendía nada de sus palabras. Él se puso a deslizar por la tierra, corrió. ¿Acaso va a despegar? El Dorado se paró y miró hacia mí. Dijo otra vez indicando a mis alas: ¡volar! Yo también tomé carrerilla un poco, agité las alas, pero esas se doblaron de alguna manera, en general no logré hacer nada. Pero el Dorado era testarudo. Cada paseo me contaba algo, mostraba, desplegaba sus alas, corría alrededor, a veces hasta me lanzaba hacia arriba con cuidado. Las alas dolían cada vez menos, y empecé a subir al cielo. Siempre me volteaba y le gritaba: ¡Dale, vente también aquí! Pero el Dorado sólo batía sus alas ineptas y lucía desde la tierra, dando vueltas por el pastizal con alegría. ¿Pero quién me va a decir que no volaba? Volaba, pero por tierra. Mis hermanos lo miraban desde el techo y se asombraban. Algunos dudaban de nuestra idea. Escuché sus bromitas: mira, el nuestro se volvió de circo, ¡divirtiendo a ese humano! Hasta los grises azulados se reían un poco, aunque nosotros nunca los considerábamos palomas de verdad. Empezó a hacer mucho calor, y esperaba con impaciencia a nuestros paseos. Nadie me podía prohibir a volar desde la casa, pero igual todavía no lo hacía. Aunque volara muy alto en la calle, igual siempre aterrizaba al hombro de mi amigo. Un día el Dorado dijo: necesitas ir donde tu gente, a la casa. Lo entendí todo, todas sus palabras, y me puse a dejarlo cada vez más, y regresaba menos. Tenía que estar con los del cielo, y estaba. Un día recordé que hace rato no había visitado a mi amigo, ¡y me pasaron tantas cosas nuevas! Planeaba entre las casas y no lo encontraba. Todas las casas eran parecidas. Y miles de ventanas me miraban esperando algo. Me acercaba a uno y a otro, pero en ningún lado se veía la luminosidad. Rezaba que me diera una señal, pero no había nada. Me agitaba entre esas piedras asustado, y el Dorado me vio, me aleteó. Como si hubiera brillado un rayito, y me lancé hacia él. Me senté al frente y me miraba, brillando con gotas de alegría. Vi sus ojos encenderse, sus alas moviéndose, se arrugó por el sol y dijo:
- Es una lástima que no puedo volar contigo en el cielo. Me vas a hacer falta.
- Puedo quedarme.
- No, tú tienes que volar, amiguito. ¡Tienes que Volar!


Y yo vuelo.




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