Pierre
Castro Sandoval (Trujillo,
Perú 1979) Ha publicado los
libros de cuentos Un hombre feo
(Borrador, 2010) y Orientación vocacional
(Paracaídas, 2015). En el 2012 obtuvo el Premio Copé de Plata con su cuento “El
río”. Pueden leer más historias suyas en su blog huesohueso.blogspot.com
FLORA
Tres días a la semana me llamo Flora. Me llamo Flora y
soy un ama de casa que compra en METRO con su tarjeta METRO y que debe en esa
tarjeta 2579 soles. Lo sé porque una señorita con voz de fotocopiadora me llama
por teléfono para recordármelo. Me llama tres o cuatro veces por semana. Cuando
el teléfono comienza a timbrar, yo todavía soy Pierre y estoy leyendo. Cuando
digo Aló, todavía soy Pierre y he cerrado mi libro. Pero una vez que ella toma
la palabra, soy Flora y le debo 2579 soles a Metro. Naturalmente, yo le digo
que se ha equivocado de número, pero ella asegura que tiene el número correcto
y que yo debo ser Flora. Le digo que no, que ni siquiera conozco una Flora. ¿No
es su mamá? dice la pendeja ¿su tía, acaso? No. ¿Está seguro? Bueno, la
conversación continúa en la misma dirección un rato más. Cuando por fin cuelgo,
intento volver a mi lectura, pero no puedo. Estoy pensando en Flora. ¿Quién
será esa Flora? Al principio, me la imaginaba como un ama de casa simpática.
Una gordita cuarentona y gastalona que sale de Metro con el carrito lleno y dos
niños pequeños orbitándole las piernas. Pobre Flora, pensaba yo, debe andar
corriendo como loca para juntar los 2579 soles. ¿Lo sabrá su marido? ¿La irá a
zurrar cuando se entere? Su dolor era el mío. Sin embargo, a medida que las
llamadas persistieron durante meses, incluso hasta invadir mis mañanas de
domingo, la imagen de Flora se me fue deformando. Al primer mes le borré a los
niños y se le fue como el 80% del encanto. Al segundo mes vacié el carrito de
frutas y galletas coronita y lo llené de tintes LOREAL y alimentos dietéticos.
Al tercer mes, reemplacé al marido opresor por un tímido esposo trabajador que
se deslomaba para satisfacer sus caprichos. Y ya para el cuarto mes, me la
imaginé divorciada y prófuga en el Caribe, tomándose una piña colada con dos
morenos fornidos aceitándole y masajeándole la malagua. Gorda cachera, pensé,
por tu culpa llevo meses sin poder leer tranquilo. La vaina es que hoy, la
señorita que llama, ya no me ha dicho que se comunica de parte METRO, sino de
un lobby de abogados. Carajo, es lógico. Supongo que tras tantos meses, ya se
cansaron de esperar y están cazando a Flora como a una marrana en día de feria.
Las vacaciones se le han acabado. La imagino -mismo Thelma y Louise- en un Ford
Thunderbird, acelerando por una autopista mexicana con una docena de
patrulleros siguiéndole el paso. La escucho reír demencialmente dentro del
carro mientras mete la mano a una bolsa de doritos y jura que no la atraparán
con vida. Eso es, le digo mentalmente, no nos atraparán con vida. La veo
desesperar, salirse de la autopista, siento en mis huesos el traquetear de las
llantas contra la arcilla del desierto, la sorpresa de los policías, veo el
acantilado a través de sus ojos y finalmente el silencio del auto volando hacia
el vacío. Entonces pienso: ya no sonará más mi teléfono. Ya nadie me llamará
Flora. Y estoy feliz. Y sonrío. Y es también como morir un poco.
Olga Slyunko (Blagoveshensk,
1987) Graduada en la
Universidad Lingüística de Moscú y en la Escuela de Drama de Herman Sidakov.
Participó en diferentes proyectos de cine y teatro. Trabajó como escritora
creativa en el proyecto “Los Fíxicos” de la editorial “Umnaya Masha” y
participó en la creación de las ideas y el contenido de los libros para niños.
En 2010-2014 trabajó de traductora y curadora de programas cinemáticos para el
Festival de los Cortos de Moscú “Primera Obra”. Los últimos 4 años reside en
Venezuela. En este proyecto es la traductora de los cuentos al español y
compiladora de los cuentos rusos y latinoamericanos.
TOMA
“Georgito, ¿me puedes restregar la espaldita por
favor?” – se oyó una voz coqueta desde el cuarto de baño medio abierto. Es uno
de los primeros recuerdos vivos con ella. Era una flor exhalando aromas. “¿Esta
floreciente mujer es su mamá?” – le preguntaban asombrados a su hija siempre cansada.
Un esposo se ahorcó, el otro se dio a la bebida, pero ella seguía exhalando
aromas. A ella le encantaban las fiestas ruidosas a la orilla del mar con las
ollas y sartenes llenas de pasta “a la marinara”, pimentones rellenos, plov[1],
diferentes ensaladas, panqueques – siempre había un montón de comida riquísima
alrededor de ella, y por supuesto vodka casero hecho con las cáscaras de
mandarinas, -- todo eso acompañado de la voz ruidosa del hijo adoptivo más
querido: Igorechek. “¡Estoy tan borracha que no llego hasta la casa!» -- se oía
desde los olivos silvestres de Crimea que nunca maduraban. “Amigos, vamos a tomar.
¡Eso nos une tanto!” – balbuceaba Toma y en su cara fluía una sonrisa juguetona e inocentemente traviesa.
Aquí está ella celebrando el Año Nuevo, teniendo sólo
unos calzoncillos y sostén puestos, está bailoteando agarrada de las manos con
su novio de turno apodado Rata. Ella es una dama de talla exuberante, él es una rata esquelética. Ella alza sus
brazos frondosos y gira los pétalos de los dedos de un lado a otro.
Toma bailaba más con el alma que con el cuerpo. El
cuerpo era muy voluminoso, con gran esfuerzo y ahogamiento lo arrastraba hasta
el segundo piso del edificio de cinco pisos de los tiempos de Stalin, donde
vivía en este entonces ya sola en un apartamento de dos cuartos con un balcón.
En el pasillo, justo encima de la puerta de entrada, día y noche funcionaba una
radio, que transmitía la voz querida de Igorek. Así se sentía con más alegría.
Y bueno, al fin de cuentas no afectaba mucho las cuentas de la electricidad, ya
que el vecino ayudaba a girar el medidor en la dirección contraria.
Aquí estamos otra vez donde la abuela, ella sirvió una
mesa grande, congeló jolodets[2],
hizo ensaladitas, destiló vodka casero, prendió con alfileres a la nuca un moño
con sus propios pelos acumulados por años y ahora está luciendo feliz porque
otra vez todo salió bien. “¡Con ánimo para la bola!” – grita ella con una voz
aguda, alza las manos con los puños y los sacude con energía. Parece que está a
punto de lanzarse a la lucha.
Toda la vida trabajó en una planta de construcción
naval y cuando se retiró, se puso a trabajar de portera en un instituto marino
más cercano a la casa. Nosotros pasábamos “de visita” donde ella, cuando no
había nadie en el instituto, vagábamos por las aulas vacías y larguísimos
oscuros pasillos, jugábamos al escondite en el guardarropas y retozábamos en el
patio. Y además cuando la abuela tenía un turno nos gustaba pasar por su casa y
ojear por horas las fotos viejas de blanco y negro buscando caras conocidas. La
veíamos de buena planta, joven, atlética, con un lunar provocativo en la ceja.
(“Me decían: “Ay, esas piernitas, como si alguien las hubiera tallado en un
torno”, – suspiraba ella de vez en cuando). Nosotras abríamos dos enormes cajones de
calzado y medíamos por turno todo su contenido. Brincábamos en un sofá elegante
con un montón de cojines rojos con dibujos, construíamos con ellos unas
barricadas y diferentes casitas. Abríamos al azar la guía de teléfonos y
llamábamos a cualquier número, diciendo a la gente desconocida diferentes
groserías y colgando de inmediato… Después de nuestras visitas Toma cabeceaba:
“Sodoma y Gomorra…”
En una de esas “incursiones” encontramos un verdadero
testamento. Nosotros no entendíamos para qué servía, pero sabíamos que lo
escribían antes de morir. Y me puse muy triste pensando que todo ese mundo iba
a dejar de existir para siempre. No habrá alegría borracha de sobremesa en los
días festivos, telenovelas latinoamericanas (¡Oh, Rosa Salvaje, Simplemente
María y Manuela[3],
cómo suelo extrañarlas en mi adulto estado mental!). No habrán barquillas
deliciosas de crema cocida y cuentos sobre
algunas viejas que no le agradaban para nada: «¡Dios mío, que te cagues y no
tengas agua para bañarte!”
Ahora me queda de ella sólo un anillo de bodas que me
dio durante nuestro último encuentro. Pero en mi corazón ella sigue con su risa
aguda, sacudiendo los puñitos y girando los pétalos de los dedos en la danza
exaltada del alma.
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