Griselda García (Buenos Aires, Argentina 1979) y Olga Kalmykova (Ivánovo, 1979)

Griselda García (Buenos Aires, Argentina 1979) Escritora. Co-dirigió la editorial de poesía La Carta de Oliver. Es colaboradora de la revista de poesía La Guacha. En la actualidad se dedica al dictado de talleres literarios de escritura creativa, narrativa y poesía. Poesías: Alucinaciones en la alfalfa (2000) El arte de caer (2001), La ruta de las arañas (2005), El ojo del que mira (2009). Narrativas: Hermanas Ninfas (1998), Sandra (1999), Todo es extraño a mis ojos            (1999), La madre del universo (2012). Mi pequeño acto privado (2015) y Ahora (2016).



SU SOMBRA

El flaco vivía en la parte de atrás de un taller mecánico. Yo a veces iba y le cocinaba. El olor a aceite de auto era constante. No tenía ollas, así que usaba una lata de dulce de batata. Esa tarde él no había llegado. Me quedé charlando con Néstor, el mecánico. Estaba desarmando un motor.
 — Cebate unos mates, nena. La Loba se ponía cerca para que le hiciera caricias. Hablamos del clima, de las últimas peleas de Iván. Le pregunté:
 — ¿Tus chicos, bien?
 — Al que no veo bien es al Iván. El flaco venía de una buena racha, así que no entendí.
 — ¿Pasó algo? Néstor apuró el sorbo. Miré sus eternas uñas negras.
 — Anoche estaba yendo para casa cuando me avivé de que no tenía los papeles del auto, volví para acá y cuando entré él estaba entrenando, no me vio. Me quedé espiándolo porque es sensacional...
 — No podés dejar de mirarlo.
 — ¡Es un espectáculo! En eso escucho unas voces, creí que tenía puesta la radio, pero no, era él, que le hablaba a la sombra: “Hija de puta, ni bien pueda te mato. En un descuido te mato. Cuando bajés la guardia, te la voy a dar. Te va a rebotar el cerebro, puta”. Me dio un cagazo que no te explico, como entré, salí. Llegó un tipo a buscar un repuesto y se cortó la charla. Pasé a la parte de atrás. Había un montón de botellas vacías en un rincón. El flaco lo llamaba “el cementerio”.
Me senté a esperarlo. Hojeé una revista vieja que tenía las páginas resecas. Después abrí el cuaderno. Había números y fechas. En una decía: Calentamiento 15 min., Carrera 9 Km., Sombra 2x3.30 min., Golpe al saco 3x3.30 min., Suiza 1x5 min., Asaltos libres 1x3.40 min., Peso, 50.3 GORDO. Escuché que entraba y dejé el cuaderno. Sonrió al verme.
 — Me dijo Néstor que estabas.
 — Qué hacés.
 — Muerto de calor. Se desnudó. Tenía un calzón negro rotoso que a mí me encantaba. Se le notaban las venas y las costillas. Y una cicatriz que le atravesaba el pómulo derecho. Me la había mostrado orgulloso. Lo único que me quedó del primer knock out, dijo.
 — Traje para cocinar.
 — Qué cocinar, estoy hecho un cerdo. Había etapas en las que no tomaba ni agua.
 — Estás igual que siempre. ¿No leés la balanza?
 — No me la nombres. Esa noche tenía pesaje y al otro día pelea.
 — Arroz con lentejas. Eso no engorda
 — dije y él protestó. Me gustaba el boxeo desde chica. Papá me llevaba a ver las peleas en la Sociedad de Fomento Villa Reconquista. Tuve un compañero de secundaria que seguía los pasos de su padre boxeador. Se llamaba Pablo. No pasamos de amigos porque a una compañera le gustaba ni bien entró al curso. Lo habían echado de varios colegios y eso nos encantaba. Iván se puso a hacer flexiones. Lo miré un rato y después no aguanté más: me le tiré encima. Qué hombre. Era algo irreal. El olor de su piel era una mezcla del aceite de autos, desodorante y transpiración. Me despertaba un instinto de ternura y salvajismo. Él vivía transpirado, y yo, en estado de exaltación. Lo hicimos de parados. El lugar estaba grasiento y el sillón tenía las pulgas de La Loba. Quise detener el momento, quise que no terminara nunca. Pero terminó. Enfiló hacia la botella de whisky y tomó como si fuera agua. Decía que le sacaba el hambre.
 — Necesito estar solo. Tengo que entrenar. Siempre quería quedarse solo después de hacerlo. La reacción era peor cuanto mejor había estado.
— Te preparo algo y me voy.
 — No quiero nada. A veces yo quería pasarla mal, así él no se deprimía. Tenía una tristeza ancestral. Formaba una nube negra a su alrededor. Un campo de fuerza. Con eso ganaba las peleas. Sus adversarios golpeaban contra un muro. Era habitual que noqueara en el primer asalto.
 — Lentejas, te hago. No engordan.
 — ¿No entendés que quiero que te vayas? Entendía, sí, pero a veces con entender no alcanza. De pronto sentí que algo caliente me bajaba por la nariz. Aparecieron una, dos, tres estrellas en el piso.
—Sangre — dijo y fue hacia el baño. Volvió con algo que presionó con firmeza contra mi cara. Me moví y la presión aumentó. No podía respirar. Traté de zafarme, pero él me agarraba la cabeza. Cuando empecé a patearlo, por fin me liberó. Al apartar la mano, vi que sostenía una toalla blanca. En la nariz me quedó algo como tierra reseca.
Ya está, tranquila. El miedo, a la vez, me paralizaba y me hacía temblar. Tardé en levantarme. Iván miraba el piso manchado con sangre. Percibía en todo el cuerpo la tristeza que irradiaba desde su pecho y llegaba hasta mí. Estaba lavándome la cara cuando la soga empezó a golpear contra el piso. Escuché murmullos y el siseo del aire.
—Hasta mañana—, saludé, pero no respondió. Saltaba de cara a la pared. La toalla con círculos rojos fue lo último que vi.



Olga Kalmykova (Ivánovo, 1979). 2002-2004 – participante de la alianza literaria juvenil de Ivánovo “La Base”. En 2010 se graduó en el Instituto Literario Gorky – el departamento de prosa, en el taller de A. I. Pristávkin, A. B. Anashénkov. Desde 2007 es miembro del círculo literario “Belkin” anexo al Instituto Literario Gorky. Publicó sus obras en la revista “Nevá”, antología “Belkin”, revista digital “El Prólogo”, “Gvideón”.

Traducción por Olga Slyunko.





Lú no se atrasaba. No era difícil para ella – fue el capitán del equipo escolar de basquetbol. Los muchachos corrían rápido.  De pronto porque Ale “el alborotador” estaba en un abriguito delgado, las mangas le quedaban cortas. La madre por ninguna razón le dejaba usar ropa buena para jugar. Era invierno, hacía un frío de locos. Y de pronto había que correr mucho. Los muchachos estaban callados. 
Ale y Fito tenían trece años, Nacho y Lú – doce. El cuarteto inseparable. Desde la niñez temprana. Casi toda la vida. Vivían en la misma calle, paseaban juntos. Ninguno de los muchachos le exigían menos a Lú en los juegos y travesías. A ninguno le ocurría eso, ni siquiera a ella misma. A pesar de que le empezó a salir el pecho, Lú negaba aceptarse como una niña. No tenía muchas ganas de correr. Además a no sé dónde. Pero ella reaccionó al “a ver si puedes”.
- Empuja, Fito. Está muy liso. – dijo bruscamente Ale.
En el patio de atrás, una ventanita pequeña estaba alumbrada en una pared negra por el vapor y la humedad. Para mirar adentro había que subir el escalón alto del fundamento. Del tubo cuadrado de ventilación que aparecía debajo de la visera del techo salía el vapor, lo que hizo acumular allí un pedazo de hielo. Unos metros alrededor estaba liso. Ale al fin logró escalar, y se quedó quieto en la ventanita.
- ¿Cómo está todo? ¿Se ve algo?
- Sí, - Ale bramó contento.
Fito y Nacho escalaron rápido al fundamento, se olvidaron de Lú. Ella hasta se alegró y quería arrancarse en silencio hasta la esquina, por suerte apareció el perro callejero Toby. Pero Nacho se volteó.
- ¿Dónde estás, Lú? ¡Mira!
Ella no tenía nada más que hacer que escalar. Por supuesto la ventana estaba sudada, pero se veía algo. Ahí está tía Vale con el culo delgado, por allí tía Gala con el pecho enorme, también la vieja Charo con Pérez, seguro que echó gases, porque todas las mujeres se pusieron a reír como siempre. “Menos mal que mi madre está hoy de noche en la fábrica”, - pensó Lú.
Cada semana se bañaban por aquí. Vivían en una casa  del pueblo, no tenían donde bañarse. Como todos los vecinos, ellas iban a el sauna pública del barrio. Lú veía desde pequeña a todas sus vecinas desnudas, ella estaba acostumbrada a ese ambiente, el vapor, el piso resbaloso, los tazones de aluminio y charlas de mujeres de diferentes edades, que a menudo se convertían en burlas.
- ¡Qué tetas tan grandes!
- ¡Mira ese culo!
- ¿Cuál? ¿De aquella gorda?
- Nooo, de otra, flaca…
Los muchachos hablaban sin parar, mientras Lú intuía un tono diferente en  sus voces, sentía, que no quería hablar sobre eso, mirar a la ventana o siquiera estar ahí. Le pareció que los muchachos estaban unidos y ella aparte.
- Lú, ¿cuándo te van a crecer unas iguales? – de repente le preguntó Ale. Los muchachos se pusieron a reír todos juntos.
- ¡Váyanse a la mierda! – ella  respondió inesperadamente para sí misma en voz baja y se bajó del fundamento. Los muchachos no le prestaron ninguna atención.
Lú volteó la esquina sin que nadie se diera cuenta. Toby se puso muy cariñoso y lo pudo acariciar cuanto quiso sin el habitual grito de su madre: “¿Para qué anda tocando al perro si está limpia?”. Se oían las voces de los muchachos. Lú miró para aquel lado, se volteó y fue caminando para la casa. Por el otro camino.




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