Miguel
Antonio Chávez (Guayaquil,
Ecuador, 1979) es un
escritor y gestor cultural ecuatoriano. Estudió Comunicación Social con
especialización en Redacción Creativa (Universidad Casa Grande) y Relaciones
Internacionales y Diplomacia (Universidad de Guayaquil). Trabajó como redactor
creativo en las agencias de publicidad de su país natal. Posteriormente, se
dedicó a la gestión cultural en el sector público. Sus obras: Círculo vicioso para principiantes
(cuentos. Cuenca, Ecuador, 2005). La
maniobra de Heimlich (novela. Lima, Perú, 2010; La Habana, Cuba, 2013) La kriptonita del Sinaí y otras piezas
breves (teatro. Quito, Ecuador, 2013) Conejo
ciego en Surinam (novela. Penguin Random House Grupo Editorial Bogotá,
Colombia. 2013).
AVENTURAS DE UN GRUPO DE BECARIOS EN UNA UNIVERSIDAD NORTEAMERICANA
Anelius Borda llegó con las viandas que le hacían
falta a su papá, y lo sorprendió leyendo un libro de relatos de Rodrigo Rey
Rosa. Anelius le preguntó por él ya que nunca lo había leído.
–Lees pendejadas de vieja, por eso no sabes quién es.
Irónico que yo sepa más de narrativa contemporánea que tú. Hay un cuento en
este libro, La niña que no tuve, es una bala tierna al alma. Una niña con una
enfermedad terminal que a ratos parece más inteligente y madura que su padre
para afrontar la situación. Joyita nihilista. Si pudiera escribir haría un
ensayo sobre ella.
–Escríbelo y ya.
– ¡Ja! Me habla el nene Reader's Digest. ¿Crees que
esto es cosa de soplar y hacer botellas?
Anelius Borda iba a contarle de su invitación a Idaho
pero sintió que sería inútil. Lo miró fijo como él le había enseñado a mirar a
los perros para intimidarlos. En el barrio en que creció había muchos de ellos,
sin dueño la mayoría. Luego de las interminables inyecciones antirrábicas
alrededor del ombligo por las que tuvo que padecer el pequeño Anelius, su padre
trató de llenarlo de valor enseñándole aquel secreto para que no volviera a ser
presa fácil. Lo sentó y se lo contó como si se tratara de una revelación
mesiánica.
Crack.
–Mi estómago…
–No estás enfermo, papá. Tú lo sabes.
–Estoy más flaco, ¿no te has dado cuenta?
–Porque no comes, eso es todo… –Anelius se sobresaltó
al revisar la pila de libros que tenía junto a su sillón como si fuera agente
antinarcóticos o, literariamente hablando, algún bombero piro maniaco de
Fahrenheit 451–,… El mal de Montano, La náusea, La amigdalitis de Tarzán: ¿qué
es esto: literatura para hipocondríacos? ¡Cómo no te vas a sugestionar!
–Es cierto, no estoy enfermo. Es más difícil de
entender de lo que piensas.
–Inténtalo.
–Los cristianos, en su Nuevo Testamento, tienen las
epístolas de Pablo; en una de ellas él dice: Vivo, mas no yo, es Cristo quien
vive en mí. Bueno, yo puedo decir que alguien realmente vive en mí, a quien
puedo sentir y con quien a ratos hasta puedo hablar.
–Dile a tu amigo imaginario entonces que te haga
también las compras de la semana.
–Anelius, no me estoy quejando, solo quiero que me
dejes tranquilo.
–No te entiendo, entonces para qué me llamas
sollozando como moribundo.
De súbito el viejo empezó a retorcerse, se agarró del
estómago, como si estuviera sobre el lomo de una serpiente marina. Pero el
viejo parecía ducho en las maniobras de ese tipo de exorcismo, hasta que se
incorporó y dio un largo respiro. Sudaba.
–Ya pasó… La hiciste enfadar, no le caes bien.
– ¿De quién coño me hablas?
El viejo le habló de su huésped interno, una especie
tan antigua que hasta Hipócrates, Aristóteles y Teofrasto hablaron de ella y a
quien llamaron platelminto, por su parecido con cintas o listones. Luego Celso
y Plinio el Viejo acuñaron la expresión en latín “lumbricus latus”, gusano
ancho. Pero tuvieron que pasar siglos hasta que Carlos Linneo incluyera en 1758
en la décima edición de su Systema Naturae a la Taenia solium.
–Cuando se lo conté a ella por primera vez, le dio
gusto conocer la historia de sus ancestros. Bueno, digo ella como un
convencionalismo mío, porque es hermafrodita... El punto es que le encanta que
le lea, de hecho siento que ya no leo para mí sino para ella: con sus ventosas
no solo absorbe mis nutrientes sino también mis conocimientos. ¡De ese modo
hablamos un mismo idioma y nuestros temas de conversación no se agotan!
Anelius no sabía si compadecer o sentir coraje por esa
bizarra relación filial que su padre tenía con una lombriz asquerosa que era
capaz de crecer hasta 10 metros de largo, alojarse en los intestinos y que solo
podía expulsarse por vía anal, y cuyos huevecillos microscópicos liberados en
el ambiente podían ascender a millones. De todos modos, ¿cómo lo podía saber el
viejo si él no se había practicado un examen, o al menos eso es lo que Anelius
creía? Una situación tan confusa como esta lo obligaría a estar más tiempo con
él y posiblemente podría malograr su viaje a Idaho.
– ¿Por qué esa cara? Todos en esta vida hemos sido
parásitos de un organismo superior. Tú, por ejemplo, parásito de mis lecturas.
– ¿Por qué me haces esto, papá? Justo ahora, que tengo
un viaje muy importante.
–Viaja, hombre, viaja, que eso es lo que te hace
falta, dejar las revistas de salas de espera, conocer más el mundo.
Timbre.
– ¿Esperas a alguien?
–Ah, sí. Unos amigos. Nos reunimos a esta hora.
– ¿Amigos? Tú nunca recibes a nadie.
Entraron, en bloque, eran hombres y mujeres de
distinta edad. Saludaron al viejo palpándole el estómago y este les devolvió el
saludo de la misma manera, pero por los gestos y movimientos de los visitantes,
no se asemejaba a un gesto espontáneo de afecto sino más bien al código
establecido en una cofradía secreta. Se sentaron, y sin que el viejo se los
dijera, miraron brevemente hacia Anelius –que estaba junto a la ventana– con
una mezcla de curiosidad y desconfianza, hasta que regresaron a sus asuntos y
lo ignoraron por un momento. Hablaban pero no hablaban; de ellos mismos, es
decir. Era como si se proyectaran a través de sus vientres y no de sus bocas.
Lo único que hacían era servir de intérpretes a una voz de su interior, y lo
exteriorizaban en palabras sucintas para que lo supieran los demás, aunque no
parecía ser necesario. Decir telepatía quizá era lo apropiado. Decir que eran
seres solitarios, también. Y también que las solitarias en pleno tomaron una
decisión trascendental para su futuro. Y que Anelius Borda estaba con prisa y
su vuelo no esperaría. Y que ahora ellos, ellas o lo que fueren, escuchaban
gratis clases magistrales en Idaho, Wisconsin, Gales, Oslo y San Petersburgo
para hacer algo en sus largos ratos de ocio.
Boris Landa (San Petersburgo, 1948). Nació hace mucho tiempo. Estudió bastante, se casó
muchas veces, trabajó poco, ha vivido por aquí y por allá. En este momento
reside con los amigos en la Isla Margarita, Venezuela, donde estudian filosofía
en la escuela de Pitágoras.
Traducción por Olga Slyunko.
Traducción por Olga Slyunko.
EL PLUTONIO
Yo estoy con el grupo de
físicos rusos en el laboratorio de Los Palamós en Nuevo Méjico. Los lugares
mágicos inalcanzables – cañones, mesetas, cuevas, ruinas de santuarios
indígenas y símbolos rupestres de las antigüedades milenarias. Cincuenta años
atrás aquí se creó la primera bomba atómica.
Un físico americano, nuestro
huésped, abre un armario de vidrio y pregunta: ¿quieren sostener en las manos
el plutonio? Aprovechando mis conocimientos del inglés antes que alguien
responda rápidamente digo: yes. Él saca un cofrecito del armario, del cofrecito
– un cilindro metálico del tamaño de un encendedor.
Él pone el cilindro en mi
palma extendida. Por el peso inesperado la mano baja. El Plutonio está en mi
palma. Cálido. Suave, estable, constante. No es el calor de una tetera o de un
gato. Es diferente. No es calor de algo sino el calor como tal. Irradiación. Y
algo parecido a la felicidad. A una risa iridiscente de un niño o una mujer que
suena en alguna parte aguda modular estridente.
EL CARTEL
Muchos me difaman
Y ahora me afanan.
¿Por qué bromeo feo?
Qué les importa – así
lo quiero.
Aleksandr Serguéyevich Pushkin[1]
Estoy
con el grupo de físicos americanos en Chernobyl, unos diez años después de la
catástrofe. Estamos amontonados en un ex taller enorme, donde están ahora los
contenedores entre el óxido y el sucio de los químicos líquidos de baja
radiación. Los invitados americanos están interesados en las condiciones de su
almacenamiento. Los anfitriones rusos están explicando, yo traduzco. En la
pared está colgado un cartel soviético antiguo de los tiempos anteriores a la
catástrofe: un obrero dibujado y las letras impresas llamando a la seguridad en
la producción. Miro con los ojos desorbitados el cartel. Lo admiro.
Literalmente lo deseo.
El cartel
abandonado, descolorido, que no sirve para nada lo quitan de la pared y
entregan fácilmente a un tal extranjero, tal honrado, tal invitado.
Me doy
cuenta de que el cartel es radioactivo, por eso tiene mucho más valor para mí
que su calidad artística. Quiero que irradie en mi habitación en el hotel de
Chernobyl, en mi maleta, entre calzones y camisas, en la casa de Nueva York.
¿Para qué? El cartel se siente muy diferente del plutonio: no es puro ni
alegre. Pero quiero conocer lo que Tú conoces. Sí hay una diferencia entre
nosotros, incluyendo la dosis, que yo no puedo recibir ni menos sobrevivir. El
cartel es un chance de tocar algo. Comulgar. Por eso no me limpio los dientes y
estoy calvo, me dejo crecer una trenza y la ato con un moño en la nuca al
frente del espejo, apareciendo ahí como un bobo. De verdad se ve como una
bobada – querer ser Tú. Pero, ¿qué les importa? Así lo quiero. Y no existe un
artículo así en el código penal – pueden abrirlo en cualquier página. Allá está
escrito entre las líneas con la tinta invisible – el amor es la única razón de
la muerte.
MI PRIMER CANTO GLORIOSO
Siempre estamos acampando...
Bulat
Okudzhava[2]
Entré a primer año en la universidad
americana: tenía veintiocho, y estudiaba con los de dieciocho. El inglés estaba
incluido en el programa obligatorio. La simpática, inteligente, con buen
sentido de humor, mi contemporánea filóloga, no sé cómo más llamarla, nos dio
la tarea de escribir una composición con un tema libre. Filología es el amor a
la palabra, a la literatura. Y ella lo tenía. Y había una sencillez, donde uno
podía respirar con calma, donde no hay espacio a los pensamientos perversos.
Nos encontrábamos solamente en el salón – dos adultos acompañados con los
niños. Los niños no nos molestaban. Eso es difícil de interrumpir. Yo no sabía
nada sobre ella, ni ella sobre mí. Estábamos suficientemente cercanos para no
dañarlo con el conocimiento personal excesivo. Yo también le caía bien. Quería
escribirle algo notable, algo que no conociera. Digamos, algo masculino y ruso.
Pensé en escribir sobre las marchas peligrosas, sobre El
Ural Sub-Polar[3] y Carelia[4], sobre
las valsas rompiéndose contra las rocas, sobre canoas hundiéndose entre los
rápidos, sobre el hambre, el frío y la hermandad. Así lo pensé. Pero salió
diferente. Escribí sobre lo mejor que había en aquella vida que parecía haberse
esfumado para siempre. Sobre Ti. Era un canto glorioso, aunque en aquel
entonces no sabía nada sobre eso. Escribí sobre ti mujer, quien me regalaba un
inglés sencillo noble y musical. Su inglés. Era un idioma imperceptiblemente
femenino. Y la voz, que uno quería escuchar y regresar a su lado. Qué bueno que
no recuerdo, que nunca sabía su sencillo nombre americano, con el que la
cargaron los gentiles padres de Oklahoma o Nebraska. Aunque no creo que tuviera
padres ni nombre. Pero ¡como lo pronunciaba! – “me llamo…”. Dios mío, ¡qué cosa
puede hacer la entonación entre las personas! ¿¡Y el tono?! Una confianza
increíble surge a pesar de todo. Surgió entre nosotros dos, y le confié lo
mejor que tenía. Y me puso la mejor nota.
Era un canto
glorioso convirtiéndose lentamente al discurso fúnebre, ya que al final de la
composición supuse que ya te habías entregado al alcohol o lo estabas haciendo.
Te enterré. Era claro que no íbamos a vernos de nuevo. Era el sufrimiento
sincero y gratis a la cuenta del difunto. La juventud imaginándose madura se
pone una máscara trágica, pensando que eso le gusta a una mujer.
La ortografía y puntuación de la composición
eran perfectas, porque la revisó mi educada esposa americana. Pero me pareció
que ella no quedó contenta con mi obra maestra literaria. Exactamente en aquel
momento estaba construyendo un nido para los planificados pero todavía no
concebidos pajarillos, y en la composición había alguna frase diciendo que en
el único lugar donde me sentía en casa era cuando salía a acampar contigo. Eso
la inquietaba. Más que pasadas, futuras o imaginarias mujeres.
Ahora se fueron todas. Las pasadas, futuras, las
primeras y últimas. Y seguimos en marcha. Eso no cambió. Cambió la marcha y
nosotros. Resulta insignificante que estamos en diferentes continentes, que
cuando tú estás de día, estoy de noche, y quien se da a la bebida. Y cuando no
estoy en casa significa que no estoy contigo, no estoy en marcha, ocupado con
cualquier maricada, conmigo mismo, con lo mío.
Quiero estar
en casa. Tiene que ser algo sencillo. Habrá una voz, un aliento suave,
filología. Y habrá un mar de aguardiente, aunque nunca lo habíamos llevado al
campamento. Y vamos a pensar qué cosa ahogar ahí. Para empezar algo
insignificante: ¿a nosotros, continentes, zonas horarias? ¿La magia negra y la
brujería femenina? Vamos a pensarlo.
[1] Aleksandr Serguéyevich Pushkin (ruso: Александр Сергеевич Пушкин;
Moscú, 26 de mayo./ 6 de junio de 1799.-San Petersburgo, 29 de enero/ 10 de
febrero de 1837.) fue un poeta, dramaturgo y novelista, fundador de la
literatura rusa moderna. Su obra se encuadra en el movimiento romántico.
[2] Bulat Okudzhava (ruso: Булат Окуджава; Moscú, 9 de mayo de 1924 –
París, 12 de junio de 1997) fue un cantautor ruso de origen georgiano, uno de
los fundadores del género ruso llamado «canción de autor». Escribió unas 200
canciones, mezcla de la poesía y las tradiciones folclóricas rusas y el estilo
chansonnier francés.
[3] Los montes Urales (en ruso, Ура́льские го́ры, Urálskiye gory) conforman una cordillera montañosa que se considera la frontera natural
entre Europa y Asia
[4] Carelia, o Karelia es una región histórica-geográfica situada en Europa nororiental, patria de los carelios, un pueblo que vivía en una
vasta área actualmente compartida entre Finlandia y Rusia.
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