Darío
Rodríguez (1977,
Duitama – Boyacá, Colombia).
Escritor, promotor de lectura y editor. Ha publicado las novelas Cuaderno invisible (Culturama – 2011) y Observaciones desde una ventana (Garcín
Ediciones -2013), además del libro de piezas escénicas Aproximación a nada (Culturama -2013). Colaborador permanente de la
revista bogotana Cartel Urbano www.cartelurbano.com y bloguero literario de En Órbita www.enorbita.tv
. Es uno de los directores del sello
editorial Garcín ediciones.
Fragmentos
de la novela Observaciones desde una
ventana
Hoja Cero
Abandone la suposición de que un texto es una ventana.
A partir de este momento una ventana es, sin más, un texto.
Elija los pensamientos de otro, que lo acompañarán
durante la jornada, como
“Piensa
en todo el
tiempo
que has
perdido.
El que estás
perdiendo.
El tiempo
que te queda
por perder”.
Hoja Uno
Invente una razón justa para esperar.
Algo ilusorio, individual o imposible.
Después, tomada la decisión, prepárese. Sobre esta
silla, o en pie. Sea durante
muchas horas, sea por las insoportables pausas de unos
cuantos segundos, la
convicción es simple: permanecer aquí hasta su final,
o el de la espera.
Intente ser indiferente al tiempo. Dentro del límite
de su capacidad, finja esa
indiferencia. Usted aún no sabe que el tiempo también
se deteriora con el
transcurrir del espacio.
Si su carácter es impulsivo y no quiere ni puede
esperar, tenga en cuenta:
alguien, otra persona a quien nunca conocerá, espera
en su lugar. Así mismo, es
imposible fiarse del tiempo: no le devolverá la razón
que usted desdeñó.
Aceptándolo o no, sabiéndolo o no, siempre se está en
actitud de espera.
Hoja Dieciocho
Emprenda un exhaustivo monólogo.
Si así lo desea no observe la ventana. Esto le
permitirá perorar con honda fe en
su propia labia, no habrá jerarquías ni énfasis.
Si no puede soltar palabra sin dejar la ventana,
apelar al antiquísimo
cuestionario le será útil. Manidas preguntas, ¿Por
qué? ¿Para qué? ¿Cómo?
¿Qué?, puentes eficaces en orden a crear una distancia
de imposiciones
temporales; poseen valor secundario, aunque no
despreciable. Más allá del
mero entretenimiento, pierden toda importancia.
Hoja Veinte
Recrimínese por la postura corporal que está
adquiriendo ahora. Incómoda debido a la propia insatisfacción por usted
sentida: si ocupa una silla querrá, sin duda, levantarse; si de pie, anhelará
un sillón, aún sentarse en el suelo de este lugar. Al fin y al cabo cualquier
posición asumida por su cuerpo es nociva. Y usted lo sabe.
Quéjese: el viento es frío, usted no debería haber
venido aquí; o los gránulos de brisa que el viento va desperdigando sin
concierto aumentan las dosis de calor, usted no debió acudir a esta cita; es
injusto que le hagan malgastar el tiempo - usted por otra parte imagina al
tiempo como su propiedad (uno de los lances más graciosos de esta historia) –
con la presente espera, alguien tendría que haberle relatado las dimensiones,
los costos de permanecer sin oficio ni beneficio en frente de la ventana.
Conciba argumentos en su defensa, tan individuales,
tan caprichosos, que usted termine por suspirar con aire vencido, meneando la
cabeza mientras desaprueba los desmanes cometidos en su contra. Cuando arroje
el lamento, sus poros y glándulas, la tensión alrededor de sus dedos,
notificarán al resto del organismo el carácter heroico alcanzado gracias a su
denuedo, resignación y humildad.
Un predecible silencio subsecuente a sus reclamos es,
quizás, el único hecho valioso de la técnica descrita.
Hoja Treinta y cinco
A propósito de relojes.
Y si de pronto siente un presumible cansancio en
frente de la ventana.
Lo correcto es no usar reloj, para caminar con
serenidad por parajes y veredas sin nombres, de la casa al sitio de trabajo, de
este a aquélla.
Si pese a todas las prevenciones los relojes imponen
sus modestas y peligrosas directrices, y usted termina viéndolos sobre paredes
o escritorios, quizás bajo custodias de transeúntes, realice un óptimo
esfuerzo, piense en otras temáticas menos abrasivas, en otros relojes incluso,
detenidos y despedazados.
Consulte el reloj que se guarece dentro de usted,
entre pulmones y corazón, cuyas agujas fijas bien pudieran ser sus huesos.
Descubra cómo ese aparato induce a un arte
interpretativo, vaticinador, involuntariamente alucinado. Usted empiece a saber
qué hora es, al menos entienda lo que sucederá durante los siguientes
instantes.
Pierda su fe en el tiempo como padre. Y como madre.
Hoja Sesenta
Usted morirá.
Con libreto previo o bajo el hollín del azar, usted
dejará esta y las demás ventanas, y las esperas, en algún resquicio del
porvenir.
Al morir verificará una muda en sus maneras de
observar.
Si una puerta se cierra en un lugar del mundo, otra,
en el lugar opuesto y
paralelo, también habrá de cerrarse.
Una ventana es un texto susceptible de comprensión,
incluso si no sabe leérsele.
Lo que observó no es falso. A pesar de los reclamos
naturales en todo observador (“Tanto tiempo perdido para enterarse de algo que
yo hace mucho sabía…”; “Debieron haberlo advertido desde un principio…”) no hay
sobre este texto ni un mínimo de mentira. Todo es cierto.
Con la decepción o frustración o soberbia que haya
acumulado hasta aquí, exhale una gran cantidad de aire.
Contemple el vaho que usted deja sobre la ventana.
Mire sus circunvalaciones, rutas ciegas y sinuosidades.
El motivo de su espera se manifiesta ahora mismo.
Hasta ahora la ventana no ha producido reflejos.
Aprecie este instante de privilegio: usted no mira ya de adentro hacia afuera.
El presente instructivo debe haberle conducido al sendero contrario: de lo poco
o mucho que se observó afuera, el otro lado, hacia adentro.
La espera concluye.
No como usted lo pensó, quizás.
Sepa que también nosotros – tan habituados a estas
prácticas – imaginábamos estos desenlaces.
Observe sus facciones, los puntos de giro en sus
mejillas, la conformación de las orejas y el cansancio o expectación en los
ojos, el incómodo afinamiento de sus labios, de su nariz. Mírese muy bien, en
esa zona ajena a cartografías, su propio rostro como reflejo tácito de la
ventana, entre el vaho, la ventana misma y afuera.
Obsérvese muy bien.
Obsérvese.
Su espera ha concluido.
Concluya su espera.
Dmitry
Sivichev (Moscú, 1984) Trabaja “la prosa del
campo” y “neorrealismo”. Afila su talento en el círculo literario “Belkin”
anexo al Instituto Literario Gorky, combinando la escritura literaria y el
periodismo.
Traducción por Olga Slyunko.
Traducción por Olga Slyunko.
EL
TREN
Dedicado
a Ryzhova Tatiana Vasilievna
***
Las piernas humanas en el vagón de segunda clase están
estiradas con la esperanza de que las toquen. La luz está apagada casi por
completo, la débil penumbra amarilla está alumbrando sólo el alfombrado atormentado
del pasillo.
El tren ucraniano Petersburgo-Donetsk, haciendo un
ruido deprimente con las ruedas, está andando hacia el sur. Hacia la oscuridad,
al abismo de invierno. La ventana del coche individual número 3 está cubierta
con la eterna suciedad gris, el polvo fosilizado derramado en los claros y
elipses de las gotas de la lluvia. Esta suciedad era parte de la ventana, se
arraigó en ella cuando todavía estaba en el vientre mecánico, que un día
expulsó el vagón directo a los puntiagudos y brillantes travesaños. De vez en
cuando, cada par de horas detrás de la ventana del departamento pasan
corriendo, transcurriendo, arrastrándose los claros alumbrados. Algunos se
quedan quietos por completo en la ventana, para después alejarse a rastras
acompañados con el ronquido eléctrico de la voz ferroviaria, como si la misma
oscuridad estuviera hablando con el tren, intentando engañarlo, fingiéndose
viva, esperando que de la sucesión férrea de las puertas cerradas aparezcan los
habitantes chiflados del sueño amarillo enfermizo, para después disolverlos
silenciosamente uno por uno en sí misma. Está fingiendo mal, la voz alrededor
del tren está cambiando las entonaciones, está avisando, está llamando,
advirtiendo y amenazando al mismo tiempo. Raras veces un loco solitario,
desesperado por salir de la oscuridad, olvidar la penumbra amarilla y las
sombras de las piernas estiradas, salta del tren. Con las maletas. Todo está
acabado para él, en unos minutos va a esfumarse para siempre. El tren arranca.
La oscuridad sigue acariciando al gusano férreo con los pasos a nivel de faros
encendidos, de monstruos paralizados y con las agujas para pescar de él, en un
par de horas, otro pedacito de carne tibia humana.
El sueño cae suavemente engañando a la cara como una almohada
dura apelotonada. Pero no es sueño en absoluto, es entumecimiento. Acompañado
con el metrónomo del ruido de las ruedas, el espíritu se despide con el cuerpo.
Ahora es parte del tren. Impersonal e indiferente está precipitándose a través
de la obscuridad con una muchedumbre de los espíritus iguales que olvidaron sus
cuerpos. Que lograron liberarse de la existencia y sensaciones, indiferentes a
los muñecos de cera que se quedaron en las camas.
La noche finge que está retrocediendo.
Todo se llena de color gris, que corre detrás del tren
en forma de amasijo de nieve, cubre las caras inmóviles, penetra a los vasos
vacíos comunales con unos trocitos de té en las paredes, que parecen
cucarachas. Aquí ya no hay espacio para una poesía sin sentido sobre la oscuridad,
nosotros, nuestros cuerpos inhalan convulsivamente, como moribundos, tragan el
aire viciado del vagón. En un instante parece como si hubieras despertado entre
las muñecas mecánicas grandes. En silencio empiezan a moverse, desentorpecer
los miembros, el aire pasando por la garganta hace unos sonidos de silbido y
borbotón. El hormigueo aumenta, los cuerpos chocan, rondan por el vagón.
Afuera pasan volando las estaciones, cortando el mar
de nieve gris, que está rajado por aquí y por allí con los témpanos de hielo
puntiagudos. Ahí están las barracas desiertas cubiertas de nieve con los
nombres que nadie ha pronunciado jamás y por eso no existentes. Aquí no andan
los animales. Nadie va a dejar las huellas en esas plataformas, nadie va a
encontrar aquí un hombre sonrosado, que había venido desde una aldea lejana
para recoger a un pasajero y llevarlo a una casa olorosa con té y pan caliente.
No lo van a sentar sobre un sofá hundido con huecos y no le van a preguntar:
¿Cómo están las cosas en la ciudad? No va a salir a saludarlo una viva anciana
acabada unida a una bata de noche y un saco, no lo va a abrazar con una mano
áspera maternal. Los perros no van a reconocer al visitante recordando con su
mente canina un hombre parecido del año pasado, con el mismo olor y voz. No le
van a servir recién llegado una copa turbia de vodka.
Alrededor están sólo el desierto quemado por la nieve,
arraigado con los árboles al cielo opaco, la costura del carril y un nombre que
no existe. En una de esas estaciones voy a bajar.
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