Darío Rodríguez (Duitama, 1977) y Dmitry Sivichev (Moscú, 1984)


Darío Rodríguez (1977, Duitama – Boyacá, Colombia). Escritor, promotor de lectura y editor. Ha publicado las novelas Cuaderno invisible (Culturama – 2011) y Observaciones desde una ventana (Garcín Ediciones -2013), además del libro de piezas escénicas Aproximación a nada (Culturama -2013). Colaborador permanente de la revista bogotana Cartel Urbano www.cartelurbano.com y bloguero literario de En Órbita www.enorbita.tv .  Es uno de los directores del sello editorial Garcín ediciones.



Fragmentos de la novela Observaciones desde una ventana

Hoja Cero

Abandone la suposición de que un texto es una ventana.
A partir de este momento una ventana es, sin más, un texto.
Elija los pensamientos de otro, que lo acompañarán durante la jornada, como
“Piensa
 en todo el tiempo
 que has perdido.
 El que estás perdiendo.
 El tiempo
 que te queda por perder”.

Hoja Uno

Invente una razón justa para esperar.
Algo ilusorio, individual o imposible.
Después, tomada la decisión, prepárese. Sobre esta silla, o en pie. Sea durante
muchas horas, sea por las insoportables pausas de unos cuantos segundos, la
convicción es simple: permanecer aquí hasta su final, o el de la espera.
Intente ser indiferente al tiempo. Dentro del límite de su capacidad, finja esa
indiferencia. Usted aún no sabe que el tiempo también se deteriora con el
transcurrir del espacio.
Si su carácter es impulsivo y no quiere ni puede esperar, tenga en cuenta:
alguien, otra persona a quien nunca conocerá, espera en su lugar. Así mismo, es
imposible fiarse del tiempo: no le devolverá la razón que usted desdeñó.
Aceptándolo o no, sabiéndolo o no, siempre se está en actitud de espera.

Hoja Dieciocho

Emprenda un exhaustivo monólogo.
Si así lo desea no observe la ventana. Esto le permitirá perorar con honda fe en
su propia labia, no habrá jerarquías ni énfasis.
Si no puede soltar palabra sin dejar la ventana, apelar al antiquísimo
cuestionario le será útil. Manidas preguntas, ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cómo?
¿Qué?, puentes eficaces en orden a crear una distancia de imposiciones
temporales; poseen valor secundario, aunque no despreciable. Más allá del
mero entretenimiento, pierden toda importancia.

Hoja Veinte

Recrimínese por la postura corporal que está adquiriendo ahora. Incómoda debido a la propia insatisfacción por usted sentida: si ocupa una silla querrá, sin duda, levantarse; si de pie, anhelará un sillón, aún sentarse en el suelo de este lugar. Al fin y al cabo cualquier posición asumida por su cuerpo es nociva. Y usted lo sabe.
Quéjese: el viento es frío, usted no debería haber venido aquí; o los gránulos de brisa que el viento va desperdigando sin concierto aumentan las dosis de calor, usted no debió acudir a esta cita; es injusto que le hagan malgastar el tiempo - usted por otra parte imagina al tiempo como su propiedad (uno de los lances más graciosos de esta historia) – con la presente espera, alguien tendría que haberle relatado las dimensiones, los costos de permanecer sin oficio ni beneficio en frente de la ventana.
Conciba argumentos en su defensa, tan individuales, tan caprichosos, que usted termine por suspirar con aire vencido, meneando la cabeza mientras desaprueba los desmanes cometidos en su contra. Cuando arroje el lamento, sus poros y glándulas, la tensión alrededor de sus dedos, notificarán al resto del organismo el carácter heroico alcanzado gracias a su denuedo, resignación y humildad.
Un predecible silencio subsecuente a sus reclamos es, quizás, el único hecho valioso de la técnica descrita.

Hoja Treinta y cinco

A propósito de relojes.
Y si de pronto siente un presumible cansancio en frente de la ventana.
Lo correcto es no usar reloj, para caminar con serenidad por parajes y veredas sin nombres, de la casa al sitio de trabajo, de este a aquélla.
Si pese a todas las prevenciones los relojes imponen sus modestas y peligrosas directrices, y usted termina viéndolos sobre paredes o escritorios, quizás bajo custodias de transeúntes, realice un óptimo esfuerzo, piense en otras temáticas menos abrasivas, en otros relojes incluso, detenidos y despedazados.
Consulte el reloj que se guarece dentro de usted, entre pulmones y corazón, cuyas agujas fijas bien pudieran ser sus huesos.
Descubra cómo ese aparato induce a un arte interpretativo, vaticinador, involuntariamente alucinado. Usted empiece a saber qué hora es, al menos entienda lo que sucederá durante los siguientes instantes.
Pierda su fe en el tiempo como padre. Y como madre.

Hoja Sesenta

Usted morirá.
Con libreto previo o bajo el hollín del azar, usted dejará esta y las demás ventanas, y las esperas, en algún resquicio del porvenir.
Al morir verificará una muda en sus maneras de observar.
Si una puerta se cierra en un lugar del mundo, otra, en el lugar opuesto y
paralelo, también habrá de cerrarse.
Una ventana es un texto susceptible de comprensión, incluso si no sabe leérsele.
Lo que observó no es falso. A pesar de los reclamos naturales en todo observador (“Tanto tiempo perdido para enterarse de algo que yo hace mucho sabía…”; “Debieron haberlo advertido desde un principio…”) no hay sobre este texto ni un mínimo de mentira. Todo es cierto.
Con la decepción o frustración o soberbia que haya acumulado hasta aquí, exhale una gran cantidad de aire.
Contemple el vaho que usted deja sobre la ventana. Mire sus circunvalaciones, rutas ciegas y sinuosidades.
El motivo de su espera se manifiesta ahora mismo.
Hasta ahora la ventana no ha producido reflejos. Aprecie este instante de privilegio: usted no mira ya de adentro hacia afuera. El presente instructivo debe haberle conducido al sendero contrario: de lo poco o mucho que se observó afuera, el otro lado, hacia adentro.
La espera concluye.
No como usted lo pensó, quizás.
Sepa que también nosotros – tan habituados a estas prácticas – imaginábamos estos desenlaces.
Observe sus facciones, los puntos de giro en sus mejillas, la conformación de las orejas y el cansancio o expectación en los ojos, el incómodo afinamiento de sus labios, de su nariz. Mírese muy bien, en esa zona ajena a cartografías, su propio rostro como reflejo tácito de la ventana, entre el vaho, la ventana misma y afuera.
Obsérvese muy bien.
Obsérvese.
Su espera ha concluido.
Concluya su espera.


Dmitry Sivichev (Moscú, 1984) Trabaja “la prosa del campo” y “neorrealismo”. Afila su talento en el círculo literario “Belkin” anexo al Instituto Literario Gorky, combinando la escritura literaria y el periodismo.

Traducción por Olga Slyunko.


EL TREN

Dedicado a Ryzhova Tatiana Vasilievna

***
Las piernas humanas en el vagón de segunda clase están estiradas con la esperanza de que las toquen. La luz está apagada casi por completo, la débil penumbra amarilla está alumbrando sólo el alfombrado atormentado del pasillo.
El tren ucraniano Petersburgo-Donetsk, haciendo un ruido deprimente con las ruedas, está andando hacia el sur. Hacia la oscuridad, al abismo de invierno. La ventana del coche individual número 3 está cubierta con la eterna suciedad gris, el polvo fosilizado derramado en los claros y elipses de las gotas de la lluvia. Esta suciedad era parte de la ventana, se arraigó en ella cuando todavía estaba en el vientre mecánico, que un día expulsó el vagón directo a los puntiagudos y brillantes travesaños. De vez en cuando, cada par de horas detrás de la ventana del departamento pasan corriendo, transcurriendo, arrastrándose los claros alumbrados. Algunos se quedan quietos por completo en la ventana, para después alejarse a rastras acompañados con el ronquido eléctrico de la voz ferroviaria, como si la misma oscuridad estuviera hablando con el tren, intentando engañarlo, fingiéndose viva, esperando que de la sucesión férrea de las puertas cerradas aparezcan los habitantes chiflados del sueño amarillo enfermizo, para después disolverlos silenciosamente uno por uno en sí misma. Está fingiendo mal, la voz alrededor del tren está cambiando las entonaciones, está avisando, está llamando, advirtiendo y amenazando al mismo tiempo. Raras veces un loco solitario, desesperado por salir de la oscuridad, olvidar la penumbra amarilla y las sombras de las piernas estiradas, salta del tren. Con las maletas. Todo está acabado para él, en unos minutos va a esfumarse para siempre. El tren arranca. La oscuridad sigue acariciando al gusano férreo con los pasos a nivel de faros encendidos, de monstruos paralizados y con las agujas para pescar de él, en un par de horas, otro pedacito de carne tibia humana.
El sueño cae suavemente engañando a la cara como una almohada dura apelotonada. Pero no es sueño en absoluto, es entumecimiento. Acompañado con el metrónomo del ruido de las ruedas, el espíritu se despide con el cuerpo. Ahora es parte del tren. Impersonal e indiferente está precipitándose a través de la obscuridad con una muchedumbre de los espíritus iguales que olvidaron sus cuerpos. Que lograron liberarse de la existencia y sensaciones, indiferentes a los muñecos de cera que se quedaron en las camas.
La noche finge que está retrocediendo.
Todo se llena de color gris, que corre detrás del tren en forma de amasijo de nieve, cubre las caras inmóviles, penetra a los vasos vacíos comunales con unos trocitos de té en las paredes, que parecen cucarachas. Aquí ya no hay espacio para una poesía sin sentido sobre la oscuridad, nosotros, nuestros cuerpos inhalan convulsivamente, como moribundos, tragan el aire viciado del vagón. En un instante parece como si hubieras despertado entre las muñecas mecánicas grandes. En silencio empiezan a moverse, desentorpecer los miembros, el aire pasando por la garganta hace unos sonidos de silbido y borbotón. El hormigueo aumenta, los cuerpos chocan, rondan por el vagón.
Afuera pasan volando las estaciones, cortando el mar de nieve gris, que está rajado por aquí y por allí con los témpanos de hielo puntiagudos. Ahí están las barracas desiertas cubiertas de nieve con los nombres que nadie ha pronunciado jamás y por eso no existentes. Aquí no andan los animales. Nadie va a dejar las huellas en esas plataformas, nadie va a encontrar aquí un hombre sonrosado, que había venido desde una aldea lejana para recoger a un pasajero y llevarlo a una casa olorosa con té y pan caliente. No lo van a sentar sobre un sofá hundido con huecos y no le van a preguntar: ¿Cómo están las cosas en la ciudad? No va a salir a saludarlo una viva anciana acabada unida a una bata de noche y un saco, no lo va a abrazar con una mano áspera maternal. Los perros no van a reconocer al visitante recordando con su mente canina un hombre parecido del año pasado, con el mismo olor y voz. No le van a servir recién llegado una copa turbia de vodka.
Alrededor están sólo el desierto quemado por la nieve, arraigado con los árboles al cielo opaco, la costura del carril y un nombre que no existe. En una de esas estaciones voy a bajar.






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