Carlos
García Rad (San Cristóbal,
Venezuela 1974) Licenciado en Letras, con mención en Historia
del Arte por la Universidad de los Andes. En el año 2000 fue primer Premio Daes de Poesía de la ULA, con la
publicación de El libro de las luciérnagas. Ha sido publicado en webs y
revistas literarias como Incomunidade (Portugal), Los Poetas del 5 (Chile),
Panorama Cultural (Suecia), Alhucema (España).
TRES
LUCES
La luz entra por la ventana, a pesar de las cortinas.
Alumbra apenas la habitación en penumbra. Adentro el ambiente es de ocaso. Hay
pájaros invisibles volviendo a sus nidos cansados. Todos mis pensamientos
regresan también como esos pájaros. El
nido de mi pecho los acoge como la tierra acoge a los muertos. Ya es de noche,
el imperio del luto se expande a sus anchas. Los colores son apenas recuerdos
lejanos. ¿Era azul aquella camisa en el piso? Me acerco a verla. ¿Era verde
acaso? Hace frío. Me pongo la camisa. Puedo ver aunque es de noche. Puedo ver
las manchas de sangre en la almohada, aunque es de noche. Recuerdo cuando ella
se cayó rompiéndose la cabeza. A ella no la puedo ver, aunque es de noche. Todo
ocurrió en un momento de distracción, no fue culpa de nadie.
La noche se cierra como párpados cansados. Ya no puedo
ver nada, abro los ojos, los cierro. No hay diferencia. ¿Estaré soñando? Poco a
poco emerge una imagen de las tinieblas. No sé si tiene luz propia, o la
alumbro yo con mis ojos como los faros de un carro.
Se empieza a definir una silueta luminosa como
holograma. Es femenina. Se ve pero no se puede tocar. Empieza a tener rostro,
al menos ojos. Me mira. La miro. Parece no tener peso. Se mueve por la
habitación incorpórea, fantasmal. Pero no es un fantasma. Está viva. ¿Será
ella? Todo se va a negro de nuevo. Ella no está. Empiezan a aparecer luces
circulares de colores. ¿Es posible el color sin luz? ¿Es mi mente la que
proyecta estas cosas? De nuevo no puedo ver. Intento ir hacia la puerta, pero
no la encuentro. Solo encuentro la cama y la almohada aquella con su sangre.
Ella se cayó y se rompió la cabeza. No fue mi culpa, tampoco de ella.
Los perros ladran. Parece que hay gente alrededor de
la casa, aunque puede ser paranoia. Vuelven las luces circulares. Parecen el
centro de un ojo. De un único ojo gigante, siento que me mira un cíclope negro.
Me asusto. Cierro los ojos. No cambia nada. El ojo sigue ahí mirándome
furiosamente, como si me dibujara. Los perros ladran rabiosos. Oigo pasos
afuera, busco la puerta inútilmente, recorro las paredes como un ciego. Una,
otra, otra más. Me falta una. Pero el ojo está justo ahí, esperándome. Los
perros siguen ladrando, ahora con tanta rabia que si lo hicieran más fuerte
morirían. Escucho voces afuera. ¿Serán reales? ¿Estaré soñando? Toda la
situación está fuera de control. El ojo crece cada vez más. La silueta femenina
aparece de nuevo. Está acostada sobre la almohada. La luz de su cabeza alumbra
las manchas de sangre. Pero ya no se mueve, parece que está muerta. Pero
resplandece. Escucho ruidos violentos dentro de la casa, hay voces de hombres.
Tocan la puerta, una y otra vez. Cada vez más fuerte. La puerta está en el centro
del ojo del cíclope negro. La puerta se rompe en pedazos de un solo golpe y
entra una luz como un relámpago intensísimo y prolongado que me ciega. Es una
ceguera blanca. Levantan mi cuerpo de la
cama. Afuera se escuchan sirenas, lo último que veo son tres luces: una blanca,
otra roja y la azul.
Dmitry Filippov (Kirishy,
1982). Graduado de la
facultad filológica de la Universidad Nacional de Leningrado A. S. Pushkin. En
este momento trabaja en la Casa de la Juventud “Tsarskoselsky”. Publicó sus
obras en las revistas literarias “La Bandera”, “El Norte”, “Volga”, “Nevá”.
Laureado del premio “La Literatura Alternativa” 2012”, la lista larga del
premio “Primera Obra” 2012 en la sección “prosa corta”, finalista del premio
ruso-italiano “El Arco Iris 2013, 2014”. Es autor permanente de los periódicos
“La Rusia Literaria”, “El Día de la Literatura”, “El Periódico Literario”.
Traducción al castellano por Olga Slyunko
MANZANAS
En el zaguán olía a manzanas y a algo íntimo que no se
podía definir en palabras exactas. La penumbra mostraba las siluetas de
katiuskas, cestas, los frascos cubiertos de polvo en los anaqueles, una nevera
vieja, un montón de chaquetones acolchados y camisolas viejas amontonadas. Gleb
absorbió con las fosas este aire conocido y se sintió un poco alarmado. Con esa
espina entró a la casa.
El suegro estaba sentado en la
mesa limpiando pescado. En la jardinera acababan de madurar las manzanas, y ese
olor a manzanas y pescado le contrajo los pómulos y llenó la boca con la saliva
hambrienta.
-
Buen día, tío Nicolás, - dijo Gleb.
El suegro no se volteó, sólo
sacudió las escamas pegadas al cuchillo.
-
¿Puedo pasar la noche?
-
Dale.
El suegro puso el cuchillo al
borde de la mesa. Se volteó.
Los hombres se miraban el uno al
otro con mucha atención, royendo lo oculto, lo que no se ha dicho en voz alta.
Un pez desgarrado estiró con
fuerza la cola, y con este movimiento convulsivo se tambaleó el mundo.
-
¿Qué haces ahí parado?... Pasa.
Gleb se quitó la ropa de una
forma cansada y pesada, estaba mucho tiempo enredándose con los cordones mojados,
al fin se enderezó, pero no completamente, con el peso encima de los hombros
inclinados. Miró alrededor. Intentó reconocer la casa. Las cosas habituales no
reconocían a Gleb. La cama, la mesita, el armario, el busto de Lenin en la
cómoda – todo atento, todo lo que no recuerda el tacto de sus manos.
Desapareció la foto donde estaba con la mujer y el hijo al lado del
invernadero, - un espacio vacío en la pared. Sólo un cuadro que se había
protegido del polvo (treinta por cuarenta) entorpecía la vista.
-
Tus cosas están allá atrás. Ninka los empacó antes de
irse.
-
¿Dónde está ella?
-
En la ciudad.
-
Lo sé, ¿dónde exactamente?
El viejo se rio, pero dijo con
dificultad:
-
Donde Sazhin.
-
Claro. ¿Hace tiempo?
-
Por allá un mes y medio.
En el
zaguán faltaba
el cochecito, pero Gleb lo pensó de una manera aislada. Sólo un pensamiento.
Pasó como un relámpago y no dejó huella.
Su cuarto perdió el olor. ¿Y a
qué olía antes? Gleb trató de recordar y ya no podía, como si hubieran pasado
diez años. Las servilletas para niños, los cojines de lana de camello, los
pelos de Nina, el peluche, los libros en los estantes – todo eso olía a
comodidad. Y, sobre todo, el olor a caramelo que tenía el hijo… ¿Dónde está
todo eso?
El hombre se sentó en la cama.
Entró el suegro. Puso ropa de
cama en la silla.
- ¿Caliento el sauna?
-
Sí.
Marsik –
un gato blanco pelado con una ceja desgarrada, – entró
corriendo al cuarto, saltó a la cama y puso la cabeza
en las rodillas de Gleb. Como queriendo decir: “te reconocí, resiste”. Se le
formó un nudo en la garganta. Para ahogarlo Gleb empezó a acariciar al gato con
intensidad. El gato entendía, aguantaba y no se escapaba. Sólo ronroneaba con
la garganta y batía la cola con fuerza sobre la cama.
Al fin sintió el alivio. Exhaló,
se quitó de encima al gato. Se acercó a la ventana, tomó una manzana de la
ventana, la pesó con un gesto suave, la tiró y devolvió al lugar donde estaba.
Detrás de la ventana, en el lindero de la aldea, se congeló en el paisaje un
abedul[1] centenario. Unas cigüeñas
hicieron un nido en la misma cima. Gleb miraba a ese nido. No estaban las
cigüeñas. Pero él miraba y las esperaba.
El suegro regresó de la calle,
chancleteó a la cocina. En un par de minutos la sartén comenzó a chisporrotear.
Gleb sacó de la mochila una capa
de camuflaje estropeada, se cambió.
-
Vente a cenar, – llamó el suegro.
En la
sartén estaba humeándose una brema[2]
frita. En la mesa había pan negro[3],
cortado bruscamente, pepinillos salados y salo[4]. Una
botella de vodka. Dos copas gorditas grandes. El suegro miró a Gleb
dudando.
-
¿Para qué pusiste eso?
-
No es asunto tuyo.
-
No seas grosero. Te estoy hablando en cristiano.
-
Y yo qué, ¿en chino?
-
¿Vas a tomar vodka?
Gleb tragó la saliva con
glotonería.
-
Sí.
-
Entonces sirve.
Gleb se sentó en la silla
crujiente, desenroscó la tapa con un solo movimiento brusco, llenó las copas
hasta los bordes.
-
Por el regreso, - dijo el suegro. – Porque sigues con
vida.
Brindaron y tomaron.
El vodka cayó al estómago vacío y
lo quemó. Gleb se arrugó.
-
Come.
Los
hombres se lanzaron a devorar la comida. El suegro comía con importancia,
masticaba de forma imponente, ponía al lado con cuidado las espinas pequeñas al
borde del plato. Gleb masticaba con avaricia y agitación, llenando el estómago
con el pescado caliente, pepinillos, salo, - tragando todo lo que había.
Sirvieron otra más, tomaron.
-
¿Qué vas a hacer?
-
No sé. Voy a trabajar.
-
Tienes una mirada vacía. Tienes que recuperarte.
-
Lo voy a hacer.
-
Claro que sí. No hay otra. Perdiste la esposa, el hijo…
-
Cállate, tío
Nicolás.
-
Y si no, ¿qué haces?
-
Te corto la garganta, -
pronunció pausado, sin rabia, y esa calma daba miedo.
-
Te convertiste en un animal.
Gleb no respondió nada. Sirvió
otra copa.
-
Por todos... – y sin esperar al suegro, volteó la copa
valientemente.
-
No te emborraches. No voy a atender a un borracho.
Gleb se quedó callado otra vez.
Sólo los ojos brillaban con una luz firme, aguerrida en la sangre.
El sauna olía al calor de cien
mil soles, pero ese calor no inquietaba sino calmaba. Sólo la cruz de cobre
colgada en su pecho se puso incandescente de inmediato, y Gleb echándole la
madre arrancó la cadena de prisa. Se sentó en el banco de estufa, tapó la cara
con las palmas, esparciendo las gotas de sudor. Se puso roja la cicatriz en el
antebrazo derecho. La bala atravesó de lado a lado, la herida se cicatrizó
rápido, pero ahora en el sauna el brazo le empezó a doler de una forma aguda,
como si le hubieran metido un clavo. El cuerpo estaba flaco, arrugado. La piel
blanda con el vapor dibujaba en rojo las curvas de las costillas. Por el calor,
además de los pensamientos raros y dulces, se le endureció… la carne, y Gleb
pegó un salto, se puso a andar de un lado a otro secándose de la frente gotas
de sudor y cubriendo con eso todo el cuerpo. Al fin no aguantó, se acercó al
tanque de agua fría y se metió adentro de cabeza. Se elevó con rapidez,
resopló. Luego llenó el tazón, se duchó, empezó a respirar con ruido y
frecuencia. Se calmó. Los pensamientos dulces se fueron. Vadim, un zapador[5] joven del batallón decía que no
es un pecado corrérsela, según él, para un zapador es sano corrérsela, así está
más tranquilo. A Vadim lo alcanzó una granizada de balas cerca de Debaltsevo[6]. Lo tuvieron que armar por
pedazos.
Gleb puso agua hirviendo a unas
ramas de roble frescas, se echó agua otra vez y salió al vestuario. Una nube de
vapor se elevaba del cuerpo rojo hacia el techo. Gleb sacó los cigarrillos y se
puso a fumar con la puerta entreabierta. El aire fresco le acarició la espalda.
Después tomaba el baño de vapor hasta fatigarse, se daba latigazos fuertes con
las ramas, dejando en el cuerpo los fucilazos púrpura hinchados. Se sacudía la
desesperación, llenando los vacíos con el olor húmedo a roble. Fue un rezo. Por
los vivos y muertos, por el hijo, por lo que todo no es en vano, no es en vano…
El suegro le alistó una camisa
limpia.
-
Cámbiate.
Gleb se quitó la capa de
camuflaje.
-
¿Qué es eso? – el suegro señaló los abscesos
pequeños medio secos en el pecho.
-
Apagaban los cigarrillos.
Se quedaron callados un momento.
-
Ay de ti, muchacho, muchacho...
-
Se va a cicatrizar la herida antes de que me case. – Gleb
trató de reírse sin ganas.
-
¿Cuánto estuviste... donde
ellos?
-
Cincuenta y dos días.
El suegro meneó la cabeza.
-
Tío Nicolás... – en la voz de Gleb apareció el tono
pedigüeño. – ¿Hay más para tomar? El suegro escupió y fue a la cocina. Salió
con la nueva botella.
-
La última.
Tiró la copa a la mesa con asco.
-
Te vas a dar a la bebida.
-
¡No me importa!
Gleb tomaba de una manera penosa
y pesada. El vodka tibia no le entraba, y él la empujaba hacia adentro con
esfuerzo, tragando el mal sabor y comiendo la cebolla fresca crocante. Su
mirada se nublaba, llenándose del pasto de pantano. Se le explotaron los
capilares en los ojos, los blancos se cubrieron con líneas rojas. El suegro se
sentó en el sillón y prendió el televisor. En la pantalla los tipos buenos
cazaban a los malos. Una serie larga sin fin que imita a la vida. La presentan
muchos años seguidos. Se cambian los actores, los directores, el guión, el
nombre, pero la serie es la misma: una porquería sin salida.
-
¿Es interesante? – preguntó
Gleb.
-
Normal.
-
Si está normal, mira entonces.
-
Lo estoy mirando.
Gleb no terminó el vodka. Dejó
caer la cabeza encima de la mesa y comenzó a roncar silbando ebrio y de manera pegajosa. El
suegro le mentó la madre, se acercó a la mesa y abrazó al muchacho por detrás.
Lo alzó de un solo empujón brusco.
-
Dale, dale… Cochino…
Lo arrastró al cuarto. Gleb
bramaba y estaba fuera de sí, borracho. Lo acostó en la cama y lo cobijó.
Varios minutos estaba mirando al muchacho hundirse al sueño tan esperado. Luego
salió para hacer una llamada.
-
Aló... Nina... Sé que es tarde. Vino Gleb... Está
durmiendo... Sólo estoy llamando para que sepas… ¿Le digo algo?... Bueno,
como quieras… Dale, chao.
Sacó el cigarrillo, encendió un
fósforo con rabia, dio una fumada con placer.
En la casa puso los restos del
vodka en el vaso y lo tomó en tres grandes tragos. Los pasó con unos aritos de
cebolla.
El suegro no podía dormir mucho
tiempo dando vueltas en la cama. La luna llena iluminó a través de las
cortinas, cortando la cómoda con una raíz fría de plata. Lenin estaba mirando a
este mundo con una inclinación sabia. El suegro salía a fumar, regresaba y otra
vez se acostaba en la cama. No había sueño. Tampoco había sosiego en el alma.
A media noche Gleb empezó a
gritar. Un bramido prolongado de bestia llenó por completo toda la casa,
exigiendo su salida y lanzándose al cielo. El gritar borracho de Gleb daba
miedo, salía de otro mundo, lo agarraba por los labios y no lo soltaba,
retorciéndolo.
-
¿Qué pasó? ¿Qué?
El suegro se acercó corriendo,
agarró al muchacho por los hombros, se puso a sacudirlo, queriendo despertar,
pero Gleb no estaba dormido. Sus ojos estaban abiertos de par en par. Él miraba
al suegro, no lo reconocía y seguía gritando, enroscando en los oídos el
sedimento sucio, dolor y algo más absoluto e inhumano, que lo estaba
arrastrando al fondo.
-
Qué vaina...
El suegro le tapó la boca con la
palma, pero de inmediato pegó un grito y retiró bruscamente la mano mordida. Le
dio un puño en la cara.
Gleb no sentía el dolor, seguía
gritando, parando sólo para una inhalación rápida.
-
Qué vaina contigo muchacho…
Gleb se encogió en la cama,
doblando las piernas, como hacen los fetos en la barriga de la madre, tratando
de esconderse de algo horrible que lo estaba alcanzando. Pero no logró
esconderse, y seguía gritando con una garganta ronca, incapaz de soltarse de
ese delirio del sueño.
Y entonces el suegro agarró una
manzana de la ventana y la metió en su boca. Las gotas empezaron a volar a
diferentes partes. El sabor ácido de la niñez tocó la boca, y ese momento del
reconocimiento restituyó el equilibrio al mundo.
Gleb se atragantó y rompió en
sollozos, y el suegro agarró su cabeza y la apretó a su pecho, recibiendo con
el regazo anciano la manzana mordisqueada. Mientras el otro agarró al anciano
con sus manos delgadas nudosas y se pegó a él como un bebé, esparciendo las
lágrimas y los mocos con la esperanza de que lo acariciaran y protegieran.
-
Bueno, ya, ya pasó muchacho, ya...
El desmayo retrocedía. El suegro
acariciaba a Gleb por la cabeza erizada, el otro lloraba a su barriga, chillaba
como perro golpeado, y en toda la tierra rusa no había dos personas más
cercanas.
[1] Abedul es el nombre común para Betula, un género de árboles de la familia Betulaceae, un árbol más común es Rusia que forma parte
de la cultura rusa desde la antigüedad.
[3] Pan de centeno muy común en Rusia.
[4]Salo es
una receta típica de Ucrania, Rusia y Europa del Este consistente en tiras curadas de tocino
de la espalda del cerdo o más raramente panza de cerdo. Típicamente en las versiones del este de Europa se sala o fermenta en salmuera y suele tratarse
con pimentón u otros
condimentos, mientras las del sur se ahúman a menudo.
[5]
Los zapadores son los soldados que se
dedican a la construcción de puentes y otras estructuras en tiempos de guerra.
Además limpian o plantan minas
terrestres y
se encargan además de las demoliciones.
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